Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  14 de octubre de 2004

Pío XII

Con Eugenio Pacelli, Pío XII, la Virgen ascendió a los cielos y Hitler se sentó en la silla de los welsungos, sobre las calaveras de Europa. Dicen que no hay ni diplomacia ni servicios secretos comparables a los del Vaticano. Los representantes del Dios Verdadero en la Tierra saben que su jefe queda bien en los óleos, pero de la política y el dinero, de los que necesita mucho cualquier dios, se tienen que encargar ellos. Las legiones de ángeles son un orfeón que no se mancha los muslos con barro. Eso queda para los humanos. Ante el nazismo, Pío XII eligió una sabia neutralidad y todo el silencio de sus templos, que es como el silencio de los cipreses. De la dictadura franquista, sólo le preocupó que la influencia alemana pudiera llevar a la juventud a “una forma de pensar contraria a la Iglesia”. Pero la Cruzada española no era la ira de Wotan. En una España en la que los obispos saludaban al romano modo, los órganos de las catedrales dejaban en los domingos un perfume a monjita y a cañón.

Al colegio de Hinojos que hasta ahora se llamaba Pío XII le quieren cambiar el nombre y ya hay en el lugar una pequeña guerra civil, porque en España todo se convierte enseguida en guerra civil o en gallera, como si se pelearan las estatuas ecuestres. El catolicismo no se va a perder por el nombre de un colegio, como están diciendo por Huelva, sino por la velocidad del siglo que no va con esos señores de negro que están en su mundo artúrico. Pero es verdad que andamos liados en la batalla de los símbolos, muy por debajo siempre de la batalla de las ideas. Aquí, una bandera mal doblada enseguida es un escándalo, cuando el escándalo son los cuchillos que faltan de repente en la cocina, el obrero que se cae del andamio, el pobre que se tiene que comer la mano y otros asuntos que tienen que ver con las personas y no con la decoración.

Ahora que estamos con el laicismo y con que vienen los comecuras, el nombre de un colegio puede verse como otro Alcázar, pero es un conflicto sólo con los azulejos y nos puede hacer dejar en el barrio un debate que es de más altura. El laicismo no es linchar al apóstol Santiago, ni una dictadura atea que se merienda con tinto a los cristos. Fue el mismo nazareno, tan ignorado por sus supuestos seguidores, el que estableció su principio antes que nadie: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. El laicismo es, sencillamente, separar lo público de lo privado porque sin eso el Estado estaría aniquilando a sus individuos como tales. El Estado no es una suma ponderada, no es una media de las ideologías, la moral y el folclore de sus ciudadanos que al final nos dé un signo en la frente. El Estado no puede tener ideología, ni conciencia, ni religión, porque es una ficción jurídica y sólo en lo común, en lo público, tiene su ámbito. La religión no es más que una opinión privada. No cabe aquí ningún “sentir mayoritario” que justifique la discriminación ideológica, menos cuando hace mucho que los católicos reales no son mayoría en este país en el que abundan más los que se inventan su credo a partir de una sola escultura, un botijo, un torero o un ciclista. Francisco Umbral nos enseñó la España tras la guerra en una novela genial que tenía de título una Trinidad icónica: Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo. Pío XII fue un papa nefasto y cobarde, y Umbral lo puso apareciéndosele ridículamente a un pirado, como se le aparecía quizá a todo el nacionalcatolicismo. Que le cambien el nombre al colegio, si así lo decide su consejo escolar. Lo que uno quisiera es que Pío XII no se apareciera nunca más por los traspatios de España.

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