ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Poder, mentira, estadística

 

El poder no se sostiene sin la mentira. Ni el poder, ni el amor, ni la Patria, ni ninguna de las catedrales altas y huecas que construye el hombre en su sueño de civilización y perdurabilidad podrían sobrevivir al rayo quemante y rubio de la verdad, que lo deja todo en una llovizna de átomos, vulgaridad y harina. Porque todo lo inmutable no lo es sino por la negación de su muerte lenta, por el maquillaje de su agonía inaplazable, el hombre sólo puede acabar apoyándose sobre el trípode enorme de la mentira: la mentira del poder, la mentira del amor, la mentira de la belleza, la mentira de la raza, la mentira del alma (del Yo), la mentira de la eternidad.

Pero ya no hay verdad, sino estadística, y la mentira se queda en un número cambiado o en una coma que se tacha. El mundo ya no se sustenta sobre la filosofía, que murió mansamente al sol azul de la técnica, sino sobre el armazón de paraguas de una curva gaussiana, así que trocando una cifra, recalculando un percentil, todo el trazo de la humanidad se mueve blandamente para justificarlo. La estadística, que suelo decir yo que es el videojuego de las matemáticas, es también la madriguera de titanio de la nueva mentira, el baile de planetas exactos que permite a los reyezuelos de hoy argumentar una fiesta, una ley o un degüello. Cuando el lenguaje, ignorado, no es capaz de explicarle nada a la gente, queda la verdad o la mentira de la estadística como el chasis esencial de la realidad, como el armazón endeble del carricoche que quieren hacer del mundo.

El poder no se sostiene sin la mentira, luego el poder no se sostiene ya sin controlar la estadística, que es la balconada desde la que se domina la vida en su crujir de decimales, el mundo vecindón como un zoco de números gritones. Ahora, técnicos del Instituto de Estadística se quejan de la grosera manipulación de los datos por parte de la Junta, del destierro de unos jefes a los que sorprende la expulsión con su honradez de matemáticos, con su lápiz en la oreja, mirando una impresora que sólo escupe miseria, la traducción al número de una autonomía atrasada, holgona y cortijera, los estadísticos a los que les llega el despido de la mano de un bruto que no entiende sus interpolaciones y sus diagramas, como el asesino de Arquímedes.

Nada sorprendente. El poder necesita la mentira, y las palabras ya no llegan: ahí tenemos la retórica escolar de Chaves en el primer aniversario de su nuevo no hacer nada. Pero la navaja de un número, el mapamundi de un gráfico, se acepta con la certeza de lo revelado, mientras que cogerle el truco a un discurso requiere tino e inteligencia. Las palabras del otro día, por ejemplo, son una trampa letal para la misma Junta, que ni se da cuenta. “Agilidad y firmeza de la Junta”. El razonamiento es sencillo, y ni siquiera original: Si la Junta cree eso, nos gobiernan unos simples, por no decir otra cosa; si no lo cree, nos gobiernan unos mentirosos desalmados. No hay otra opción. La palabra es asta y espada si se sabe manejar, pero también celada caníbal si se usa con torpeza. Por eso es más útil y cómodo atacar a la estadística como a una cieguecita, violentar a la estadística que es virgen como un quirófano. Es más sensato poner ante el pueblo la sinceridad de un porcentaje al que no se le puede coger un fallo en el razonamiento.

Nada dura demasiado sin la mentira, y el gobierno de Andalucía es una pirámide antigua y coja a la que la borrasca de la verdad le va comiendo la piedra y sacándole desconchones de engaños como crueles lamparones de arena. Poder, mentira, estadística, tenían que venir de la mano como solteronas viejas, con su luto sin virtud, con su artritis de buitre. En esto tenemos empeñado —qué horror— nuestro futuro.

 

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