Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

6 de enero de 2005

Dama de Baza

La Dama de Baza, que es como nuestra abuela cantarera, una señora o diosa que se murió sentada en la cocina de la antigüedad, es la última piedra por la que se andan peleando los políticos, que han vuelto a la Edad de Hierro como a una niñez con espátulas. A la diosa le hicieron como un cenicero sagrado en el culo para que descansara un muerto, y aunque el muerto no tiene interés político ni histórico, sí lo tiene la Dama que le sirve de parihuela, su ataúd que es un sillón con orejas sobre el que esa señora hace la larguísima digestión del difunto. El PA, que se ha vuelto arqueológico y vengador, se suma a esta fiebre de las pirámides que pide el éxodo de la historia como una gran caravana de estatuas que deben ir a censarse al pueblo, y quiere que regrese a Andalucía la Dama de Baza porque no se puede dejar a la abuela por ahí en la butaca, entre extraños, aunque se haya hecho compañera de calceta de la Cibeles. Se trata de desvalijar las tinajas de las exposiciones, traerse la primera dentadura en la que ya aparecía grabado el nombre del municipio, ponerle al alcalde los collares de Argantonio y que las momias entren en el programa electoral de la provincia. Esa idea de los museos como un limbo, de que la piedra quiere volver a ser enterrada con todos sus guijarros en la misma postura y en el mismo lugar, de que la cerámica y los papeles tienen morriña, es quitarle al arte y a la historia su universalidad y sus vitrinas. El reparto de cada trozo de pasado entre sus padres inventados nos daría otra vez el puzle deshecho en la mesita, que así no hay quien lo aproveche ni lo disfrute. Una visita a cualquier museo se tendría que cambiar por toda una vuelta al mundo y cada vecino sólo conocería lo que se descubrió arando en el pueblo. Imaginen el Mueso Británico desperdigado y sólo un casco de bobby por enseñar en sus salas.

Todo ha venido por los papeles de Salamanca, de los que han hecho un nacionalismo filatélico. Ya sabemos que la filatelia es una manía de coleccionar muchos tucanes aunque no sirva para nada, y Maragall quiere completar la colección de su catalanismo, que él ve como un tocho repartido por ahí en pliegos y cajoneras del que le falta siempre el último cromo. Esto no tiene nada que ver con la historia, que a los políticos sólo les interesa como excusa, sino con un fetichismo totémico que cree que la espada de un rey godo te convierte enseguida en rey o en godo. El nacionalismo, que es un saco lleno sólo de copas simbólicas, tiende a esa cinegética del trofeo en la pared como otro escudo en el castillo. Ese trofeo puede ser una obra de arte o un legajo, que alcanzan así por fin el nivel de la selección de hockey. La versión pueblerina de esto nos deja a los concejales pidiendo su cachito del Archivo de Indias como un recorte del Museo del Prado, y en ese menudeo no sabemos si quieren hacer Patria o lonchas.

El PA pide la vuelta de la Dama de Baza, señora o diosa que tarda mucho en hacer sus necesidades, y cuya cabeza de madre cobra puede que quedara bien junto a un busto de Chaves. Maragall quizá consiga sus cromos porque Zapatero vive sobrehipotecado, pero el PA, sin esos triunfos, se conformará con un tronco de olivo. En el País Vasco les va bien con un dios árbol muerto, que a Ibarretxe todavía le da para hachas y para horcas. La Dama de Baza pesa mucho y no hace más que dormir en la mecedora.

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