Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

24 de marzo de 2005

Fútbol

Luis Racionero lo definió una vez como “geometría en movimiento”, que suena a algo que se le escapó vivo a Santiago Calatrava. Como la guerra, como el amor, puede remontarse hasta las piernas y el esfuerzo de los primeros dioses. Los griegos usaban una vejiga de buey, pero el balón de cuero se inventó en China. Los juegos antecesores del fútbol se practicaron en Grecia y Egipto siglos antes de la era cristiana. El harpastum romano, que llevaron hasta Britania, lo narraban Ateneo y Antífanes como ahora la Champions, y cuentan que Ricardo Corazón de León llegó a proponerle a Saladino jugarse los Santos Lugares en un partido de pelota. El fútbol es el combate de unos gladiadores con las manos atadas y alas en los pies igual que Hermes; es un ajedrez manejado con hilos y hay que construirlo a partir de triángulos, como una catedral, con la última piedra puesta mágicamente desde arriba. Cuando se mueve, hace constelaciones o fractales. Sería un dibujo bello, sería música derramada sobre un tapiz, si no lo hubieran terminado habitando los canallas, la plebe, los gorilas y las hachas. La suerte a veces nos ofrece un buen partido de fútbol y es como ver a dos orquestas que funcionan de cintura para abajo. Otros son melonares, barberías o matanzas. Aquel gol de Maradona a Inglaterra en el mundial del 86, o el de Ronaldo con el Barcelona ante el Compostela, los dos convirtiendo en bolos a los defensas; una roulette de Zidane, como si hubiera girado todo el estadio sobre su tonsura; esas materializaciones de Van Basten en el área para marcar con tirachinas o con florete, Butragueño construyendo un violín, Cruyff sometiendo a Euclides, Pelé comulgando el balón, o ese cuadro en perspectiva que pintaban Junior, Cerezo, Falcão, Sócrates y Zico. El fútbol puede dejarnos todo esto, el rayo diagonal y mareante de la belleza, pero también las tibias mordidas, los ladridos en la grada o un rastro de putiferio, mercenarios y nerones.

Vi los espasmos de Arango el otro día, como los de un electrocutado, después del criminal codazo que lo dejó en coma, propinado por ese leñador o boxeador tailandés que es Javi Navarro. Pensé que el chaval iba a morir en el campo y odié el fútbol que hacen los carniceros pero sostienen los meapilas, los sacristanejos, los tontos del pueblo con billetera. Antes del primer balón, quizá lo que rodaba era la cabeza de alguien. En la Edad Media se llegaron a prohibir los juegos de pelota por su violencia. Ahora, hay demasiado dinero, vanidades y babosos para pensar siquiera que una agresión así pueda terminar en algo más que un castigo para cumplir delante de la tele de plasma. Mientras esperamos que al fútbol baje de vez en cuando un ángel malabarista, los tronchadores de piernas, los idiotas de las guerras entre barrios y los presidentes de club que hablan como chuloputas nos ponen el fango como honor y el crujido de los huesos como virilidad. Javi Navarro es un cepo que arma el Sevilla en cada partido. Del Nido, un fanático con cara de asco, tipito de boda y discurso de folclórica que busca el olor de la sangre en el campo o bajo la falda de los cristos, creyendo en ambos casos que hace Patria. El fútbol a veces es casi arte y entonces parece que Leonardo corre la banda. Más a menudo, apesta o nos lo presenta gente que apesta. Sólo si nos desinfectáramos de estos tipejos puede que el fútbol llegara a ser, verdaderamente, geometría en movimiento y la fiesta de unos espadachines que sólo bailan.

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