Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

26 de mayo de 2005

Blasfemias

En el patio claustral de San Jerónimo, en Sevilla, Astrid Hadad, que es una especie de cantante vudú o de pavo real sacrílego, quería ser clavada como Cristo pero de otra manera y se sobreimpresionaba un torso de Corazón de Jesús por delante, imagen como de manola satánica o antisantera incendiada que ofrecía ayer este periódico y que ya va generando gruesos comentarios. La foto con corona de espinas de Carod y Maragall, torpes y pueblerinos como los zancudos de esas fiestas típicas, también provocaba que un señor de Sanlúcar la Mayor declarara en una carta al director sus cristianas ganas de patear a ambos. Nos hemos vuelto a meter en una guerra de cristazos y blasfemias, no sabemos cómo, guerra que en Andalucía se vive como en pocos sitios, porque aquí todos los santos y todas las vírgenes son vecinos o primos de alguien. Algo estamos haciendo mal, algo no hemos terminado de entender cuando recaemos en ese medievalismo de los sacrilegios y los escupitajos van a lo sagrado o van a la hoguera donde arde la bruja con la grasa olorosa de su pecado.

En Andalucía tuvimos los casos de una modelo vestida de paso de palio y de un videojuego que ametrallaba zombies cofrades, convocando enseguida terremotos por la Cristiandad aleonada de aquí. No resultan extrañas estas reacciones en una tierra tan forofa del catolicismo estampado, cuando hasta en la muy laica Francia nos sorprenden episodios parecidos. Allí, una campaña publicitaria de Volskwagen en la que se feminizaba la Santa Cena de Leonardo ha sido paralizada por un multazo de 5 millones de francos. Igualmente, las protestas por un sketch sobre Ratzinger en los guiñoles de Canal + han obligado a la cadena a pedir disculpas y a eliminar la parodia de su repetición dominical. Siempre tuvo la censura sus decentes y sus insultados, que de eso se trata. En Francia, hay quien pretende que la crítica, la duda o la broma sobre religión tengan el mismo nivel que la apología del racismo. Todavía no está tipificado allí el delito de blasfemia, que en otros países europeos sí existe (en España nos sobrevive algo así). Pero si llega a Francia, temblemos.

La provocación es fácil y, usualmente, torpe. Pero a veces cumple una función muy deseable: verbigracia, hacernos entender que ningún pensamiento, doctrina o filiación debe estar exento de la crítica intelectual, artística o humorística (sin violencia, claro), o iríamos de nuevo con antorchas a los autos de fe. Nada debe ser tan sagrado que no pueda ser discutido o incluso satirizado. Demasiada gente se siente insultada por demasiadas cosas, y este argumento nos llevaría a prohibir todo menos el día de la madre. En Afganistán han matado a una locutora porque los píos del lugar se sentían ofendidos al verla presentar videoclips. El señor de Sanlúcar la Mayor pateando al payasete Carod podría ser nuestra versión autóctona de la lapidación. Piensen que pudiera haber un kantiano pidiendo prisión, flagelo, multa o retirada de libros para un empirista que no ha “respetado su íntimas convicciones”. El error está en suponer que la religión es diferente a otra ideología o metafísica cualquiera. Claro que esta defensa es la única que le queda frente a la inteligencia que se la come. Si esa Astrid Hadad viviera en Sevilla, ya le habrían puesto velas negras o un cóctel molotov santificado. Quieren a la ciudadanía con el globo crucífero sobre la cabeza. Un día seremos Afganistán con saetas, y entonces los fanáticos serán felices y la Humanidad habrá fracasado.

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