ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Eutanasia

 

Por casualidad, desde esa factoría de distracciones, cánticos y humos que es el PSOE andaluz, ha saltado una palabra trascendental, una palabra maldita o bella, erizada de arrebatos, que volvemos a ver en los periódicos, con esa sonoridad de martillo que tienen los conjuros. Se habla otra vez de eutanasia, y vienen todos los miedos y las alegorías de la muerte como una columna de ahorcados, la muerte que es la superstición primera y última del hombre, de la que proceden todas las religiones y todas las pesadillas. Pero al hombre se le olvida frecuentemente que ya estuvo muerto, que ya ha no-existido mucho tiempo, que antes de nacer fue un cadáver tranquilo.

Tememos a la muerte por lo que tiene de fealdad, no por desconocida, la muerte que es sólo el segundo y definitivo rasurado de la calavera que ya fuimos. Tememos a la muerte porque no la podemos vivir sino en tercera persona, y nos desconcierta la mueca horizontal de un ataúd en el que imaginamos al muerto sorprendido y triste de su muerte. El miedo a la muerte lleva a muchos a la falacia del alma y de la eternidad como una treta feliz, y el alma y la eternidad llevan a la falacia de los dioses, lo que llena de consuelo y sentido la vida de algunos. Si los dioses nos han otorgado la vida, ésta no nos pertenece. Es la enfermiza conclusión que hace, por ejemplo, que se le inflame la sotana (ya no llevan sotanas) al arzobispo de Granada, y que se espanten todos los que ven en ese acto de libertad suprema que es elegir el momento de la propia muerte un insulto a sus dioses, ésos que ha ido levantando el hombre con el barro de todas sus miserias.

Este proyecto de “testamento vital” del PSOE, eufemismo para tapizar de benignidad una eutanasia más o menos edulcorada, me hace releer a Hume y, sobre todo, a Cioran. No comparto el nihilismo abrupto de Cioran, pero no puedo resistirme a reproducir algunas frases de esa obra sombría, maravillosa y demoledora que es “Le mauvais démiurge” (“El aciago demiurgo”, traduce Savater). En el capítulo “Encuentros con el suicidio” se dicen cosas como éstas: “Nadie se mata, como se piensa comúnmente, en un acceso de demencia, sino más bien en un acceso de insoportable lucidez”; o: “Hay noches en que el porvenir queda abolido, en las que de todos los instantes sólo subsiste aquel que elegiremos para dejar de ser”; y, sobre todo: “«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?». ¡Ganar el mundo, perder el alma! He logrado algo mejor: he perdido ambos”.

Leo en el estupendo prólogo de Savater que el filósofo existencialista cristiano Gabriel Marcel, opuesto a Cioran y sin embargo amigo, tituló una de sus críticas de esta manera:  “¿Acaso es Cioran el diablo?”. Pero sin duda el malvado es aquél que quiere atar al hombre a su sufrimiento sin dejarle la llave secreta y dulce de la muerte, la última esperanza de la no-existencia, todo para proporcionar deliciosas inmolaciones a sus dioses. Es ésta una de las muchas barbaridades de la moral cristiana —esa moral de flagelado— que también apuntaban Nietzsche o Russell: la redención del pecado mediante el sufrimiento, el sufrimiento como manera de ser más dignos ante la Divinidad, algo que sólo a un aciago, cruel y sanguinario demiurgo podría complacer. Ramón Sampedro, mártir de la causa de la muerte digna, escribió una vez: “Justificar sufrimientos irremediables por el interés de alguien que no sea el desafortunado ser humano que los padece, es crear un infierno para que diablos y diablillos disfruten con el espectáculo de los condenados, mientras filosofan gravemente sobre el sentido del dolor”.

Sólo la crueldad y la hipocresía pueden llevar a condenar la eutanasia, a la ceguera de ignorar este imperativo de la misma dignidad humana. Pero la dignidad humana hace tiempo que es rehén de las apuestas de los dioses. Hay, además, una turbia ayudantía de lo divino que se encarga de mantener esa atrocidad y aun llamarla “moral”. Moral sobrehumana y sagrada, abominable como todo lo que procede de los dioses, inmortales hacedores de horror.

 

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