Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

16 de junio de 2005

Selectividad

De mi selectividad recuerdo unas noches con flexo, algo así como noches de Gestapo, con olor a ozono, con sueño y muchos bichitos, ecuaciones y filósofos subiéndome por la manga como si yo fuera un Gulliver electrocutado. Eso y un cuidado de que no se te olvidaran la calculadora y el carné, y dos días de exámenes fuera de mi pueblo, en el gimnasio de un instituto de El Puerto donde las preguntas parecían tiros libres. Creo que me cayeron Platón y la duplicación del ADN y demostrar por inducción algo de matrices, y creo recordar que el examen de química fue criminal y que la niña que me gustaba no me hacía ni caso, con lo que la dinámica de sólidos en rotación te parecía más triste aún. Le temíamos a la Universidad como a una instrucción de marines. La selectividad no era nada, era en el primer curso donde la Escuela Politécnica de Cádiz dejaba muertos con cables pelados en los laboratorios y llenaba de suicidas y tunos aquella pequeña cafetería que parecía la cocina de un submarino.

Me pongo algo machadiano viendo a los jóvenes andaluces que van a la selectividad, ahora cuando la educación ha explotado en otra guerra callejera. Tienen estos estudiantes el mismo sueño y la misma duda con las teclas de arriba de la calculadora que teníamos nosotros, parece que nada ha cambiado, pero sí. Con una educación secundaria centrada en las ceras Plastidecor, la Universidad se ha agigantado como escalón y como monstruo. Aquel profesor de matemáticas de COU que nos asustó el primer día, cuando antes de presentarse siquiera dijo aquello de “estructura algebraica de R súper n” y llenó la pizarra de sumatorios sin respirar; aquel profesor quinqui o druida, somnoliento y durísimo, sólo lo agradecí después, cuando me encontré en la Universidad unos teoremas que venían de otro mundo de hormigas que escriben en griego y un estilo de buscarse la vida en la biblioteca como en la jungla. Ahora, conozco alumnos de 4º de ESO que no saben resolver una ecuación de segundo grado. Si ya entonces el bueno de Frankie (Frankenstein), el profesor de Cálculo I en la Politécnica, nos tragaba enteros por la cabeza en la primera clase, no quiero ni imaginar qué hará esta nueva generación mal entrenada en el recortable y en la flojera logsiana.

La Logse lo pervirtió todo, redujo a los alumnos a presuntos idiotas, cambió el estudio por el tobogán y las clases por galleras. Ahora ya no te asusta un profesor armado de espacios vectoriales como un samurai, sino el niñato navajero contra el que el sistema sólo pone a un payasito. Han llenado los institutos de mediadores, cursillistas, y cuentacuentos, pero los niños salen montunos, ceporros y matones. Hay un problema de contenidos y otro de actitud. La violencia pone a arder los institutos, los profesores caen en depresiones y apedreamientos, los acosados se tiran por los puentes y a nuestros gobernantes todo les parece anecdótico, hasta ver la calle llena de cabreados. No lo es, es un problema estructural, no puede haber enseñanza sin autoridad ni estudio sin esfuerzo. La Logse se cargó ambos principios y las sucesivas contrarreformas no han sido sino mudanza de departamentos, defenestración de las humanidades y guerras inútiles de religión. Necesitamos la educación o nos sobrevendrá una Edad Media con mensajes SMS. Pero mientras, a lo más que llega la Junta es a poner salas de relajación para los examinados. Han llegado a la selectividad zen y al masaje de pies para enfrentarse al mundo y al miedo. Y fuera, ruge la calle, quizá demasiado tarde.

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