Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

26 de agosto de 2005

Dan Brown

Es el hombre que vende más papel, que ha casado a Dios con una puta y a los Illuminati con los gnomos, que ha hecho un orfeón con todos los marcianos de la Historia y ha cabreado al Vaticano con una herejía que triunfa como regalo de Navidad. El Código Da Vinci de Dan Brown, voluminoso y vacío como una caja de zapatos que se lee, quizá no encierra más conspiración que aquella tan vieja que intenta acabar con la literatura, pero atrapó a currantes, compradores del Marca o del Daily Mirror y otros desertores de los libros. Aunque hay más herejía en El Evangelio según Jesucristo de Saramago, que empieza con San José echando un polvo, y más paranoia en la teodicea con naves nodrizas de J.J. Benítez, Dan Brown, rodeándose de templarios muertos y signos cabeza abajo, ha dado con la temperatura del Harry Potter de los adultos y con el filón de hacer libros para quienes no leen. Dan Brown escribe con ese estilo de los que ponen “en su boca se dibujó una mueca de disgusto” y todavía es capaz de decir sin vergüenza “calor abrasador”. Es la vulgaridad con penumbras, inventándose secretos en el culo de todas las estatuas, pero ha sabido aprovechar esa necesidad de misterio, manos negras y covachas conspiranoicas que excitan a los que no se imaginan que hay más preguntas sobre el hombre en el átomo que en el Santo Grial.

Dan Brown irrita a los críticos literarios, a los papas y ahora también a los concejales. La descripción de Sevilla en su último libro es la de una favela, lo que ha llevado a las ínclitas municipalidades hispalenses a la única solución aún más cateta que la ira, el boicot o el ahorcamiento en efigie: invitarlo a que conozca la ciudad, su color especial y los encantos de la Segunda Modernización. Y todavía más: “Convertir en promoción de la urbe su aparición en la novela”. A uno le maravilla la influencia de este mitómano fumado, que provoca en los políticos de aquí indignación o condescendencia, pero que en el Vaticano ha impulsado nada menos que una cruzada para rebatirlo. El catolicismo ya no se preocupa por Spinoza, Nietzsche, Feuerbach, Sartre o Russell, sino que ha bajado a combatir al mercadillo. El Código Da Vinci es malo como una de aquéllas del oeste, y además está lleno de equivocaciones, gorros cambiados y basílicas repelladas a su gusto. Y en lo que queda, ni siquiera es original: ya conocíamos las historias que aseguran que Jesús no murió en la cruz y hasta que vivió hasta los 112 años en Cachemira, pero que esto sea siempre más probable que su resurrección fosforescente tampoco significa que sea verdad. Que los actuales evangelios y los principales dogmas del catolicismo se eligieron en un parchís en el concilio de Nicea, y aún más importante, que el cristianismo lo fundó más Pablo que Jesús, tampoco es ningún descubrimiento. Tomar los tochos de Dan Brown por Historia es casi tanto como tomarlos por literatura, pero elevar a este churrero de palabras a contendiente o a autoridad es ya una estupidez, y ahí van a coincidir el Vaticano y el Ayuntamiento de Sevilla en santa alianza. Uno diría que a la imagen de Sevilla le hace más daño cualquier aparición de Lopera o de la bruja Lola que las goteras que le pueda sacar Dan Brown. Quizá los políticos sevillanos, cuando lo amuermen de flamenco y manzanilla, le pidan que al menos escriba que el Tesoro de los Templarios está bajo una losa a los pies del Gran Poder. Total, ya que estamos...

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