ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Hawking

 

En la adolescencia, antes de Hawking fue Sagan. Y Asimov. Sagan, que venía encendiendo las nebulosas, desentrañando una estrella como una naranja grande y caliente, deshilando el universo como si desvistiera a una momia virgen y callada, hermosa y matemática. Sagan que nos enseñaba a los niños que amábamos el espacio su guiñol de esferas, la música de cristales del Cosmos, y nos descubría la Ciencia como una caracola respirante. Sagan con su prosa humanista, sensible, agnóstica, desde aquel libro o desde aquella serie de televisión, metiéndonos en la Ciencia desde la plasticidad y la poesía, cuando todavía desconocíamos las ecuaciones diferenciales, cuando las transformaciones de Lorentz eran sólo un conjuro, cuando aquello de los agujeros negros nos llenaba el sueño de un vértigo gravitatorio, elástico y bellísimo, y uno pensaba en un rayo de luz tragado por una estrella como si fuera un Munch que pintaba el espacio en un llameante e inconsciente ataque de expresionismo.

Y Asimov, el judío adusto, el divulgador seco, el escritor con prosa justa que sin embargo podía seducirte con una historia de amor dentro del mejor relato sobre viajes en el tiempo que se haya hecho nunca, “El fin de la eternidad”. Asimov con su serie de los Robots y las Fundaciones, inventándose un futuro de miles de años como señalándole el trazo a la Humanidad. Sagan, Asimov, eran los científicos para los jóvenes todavía sin ciencia, que nos enseñaban un Universo sólo de intuición y caucho, de láminas y túneles. Sagan, Asimov, de los que algunos sacamos, más que nada, un humanismo cientifista, ateo y algo ingenuo que todavía nos señala como un acné.

Y Hawking, centauro sentado, hombre máquina, mente parlante, humanidad acostada, pensadora y brillantísima que nos trae la física extrema y todas las curvas del Universo como el dulce amable de un vecino. Hawking, al que me gusta ver como divulgador y como símbolo, porque mis pobres matemáticas no pueden seguirlo por el bosque ferruginoso de sus teoremas. Hawking como el soldado cojo de la Física, como la linterna lenta e inquieta de la Ciencia, que viene ahora a Granada como al Sur de la Galaxia y me revive mi adolescencia de desazones astronómicas, cuando uno no encontraba a los dioses y prefirió quedarse en el Cielo rosado de la Nebulosa del Cangrejo y en la Trinidad tuerta de una estrella binaria.

Hawking viene con la sobrepelliz de la Ciencia grande de las galaxias y de la Ciencia pequeña de las dimensiones invisibles y los pozos luminosos de los núcleos atómicos, justo aquí, donde no hay más Ciencia que la fontanería y hasta en el Centro Nacional de Microelectrónica de Sevilla, donde tengo un amigo, jóvenes inteligentísimos cobran casi en bocatas. Pero no es tan grave la indigencia tecnológica como que la cultura científica de nuestro pueblo esté muerta y podrida como un burro. La Ciencia, la perspectiva ancha que da la Ciencia, es el mejor antídoto contra el localismo y la estrechez de la barriada, donde no cabe más ecuación que el alcalde y una Virgen. Hawking viene con algo de Jedi viejo, celeste de universos anillados y de antiprotones como querubines, y quiere descubrirnos lo insignificante y lo grandioso de nuestra existencia, mientras aquí vivimos pendiente del púlsar juerguista del Rocío. Habría que decirle a Hawking que aquí su matemática no puede contra la magia milenaria del oscurantismo y las retahílas de santos. Hawking busca una Teoría Unificada de la Física y viene a una patria donde sólo se quieren unificar las cajas de ahorro y donde se apreciaría la mecánica cuántica únicamente si sirviera para la “articulación” de la autonomía. Hawking piensa y su robot nos explica despacio los complicados hervores de la materia y el tiempo. Pero aquí estamos sordos de Ciencia y hasta mi amigo del CNM saca pasos en Semana Santa.

 

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