Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

6 de abril de 2006

La náusea

La modernidad, sea lo que sea eso, empezó con la conciencia libre del hombre escapando de las tinieblas de la metafísica. Podría añadir también de la religión, pero la religión me parece un caso particular de la metafísica aplicado a la agricultura o a la granja, extendido desde el sexo y el cereal hacia a la tribu y luego a los imperios, para terminar en esa cultura de la niñez que algunos todavía alaban con sentido histórico o con melancolía del útero. Siendo indudablemente así, sin embargo siempre me resultó curioso que ante el final de esta esclavitud humana se dieran posturas tan aparentemente contradictorias como las del vacío existencialista, la náusea de Sartre, claro, que quizá es la perspectiva de la amputación, frente a otras como la alegría provenzal, la gaya ciencia nietzscheana, el baile desenfadado del hombre libre, dando la perspectiva digamos que dionisiaca. Cuando el ser humano se da cuenta de que por fin perdió su alma, ese falso bolsillo, ¿queda el dolor o quedan los pies ligeros? Pero hasta en ese arcano medieval de la danza macabra, la muerte con violín en la que yo siempre recuerdo aquello de Saint-Saëns, ¿no hay más felicidad, liberación, que fatalismo? ¿No hay un fondo de gozo en esa morte secca en la que el hombre parece que vuelve a su semilla? ¿No será en realidad la putrefacción de la carne, accesoria, accidental, una manera de pintar la muerte del alma inventada, tras la que queda el hombre flaco, mineral y verdadero? Sartre con su dolor de estómago metafísico, o Nietzsche que hasta con sus dolores reales buscaba flautistas para el alma que no tenía, ahí están las dos maneras de levantarse ante la muerte de Dios, del platonismo, de las mentiras escolásticas, todos esos estrepitosos fallecimientos tras los que el hombre aparece ya sin sus viejas ayas.

Todo esto, para volver a Marbella. Ahora me parece un poco exagerada esta introducción. Pero quizá la res publica actual se enfrenta a la muerte de la política como el hombre se enfrentó (se enfrenta, todavía) a la muerte de sus mitos metafísicos. Lo que nos contaron de la política estaba podrido, o, más sencillo, era solamente mentira. Y ante esta mentira que quizá inaugura otra modernidad, está la náusea y está la danza del hombre liberado de su ingenuidad, que son los dos caminos hacia dos monasterios de lo mismo. El nihilismo no es más que la caída por gravedad del existencialismo hacia su centro, pero lo que en filosofía da un cansancio muy estético, en política da el fracaso, la autodestrucción, que me parece demasiado barbecho. La náusea ante esta política nuestra como ante el Universo sin finalidad da para unas mañanas elegantes en las que yo también caigo a veces igual que en unas ganas de no afeitarme. La corrupción, que no es un accidente, sino un sistema que engloba desde los ayuntamientos a las esferas musicales que Pitágoras se imaginaba en el cielo, me derrota a veces contra la almohada y son esos días que pasaría sin periódicos y sin ducha. La Marbella que ha visto enchironar a sus leopardos de fieltro parecerá ahora rescatada, pero sabemos que la política es siempre lo mismo aunque la traigan ahora otras cabalgatas. Tengo esas mañanas de náusea, y sin embargo luego me suelen entrar las ganas nietzscheanas de bailar. Al menos nos hemos dado cuenta de la mentira, que es la primera victoria del espíritu libre. Ahora nos queda actuar -sí, todos, esta sociedad dormida que los partidos pasean como a un cachorro- para acabar verdaderamente con esta esclavitud. Paciencia. Nietzsche y Dios, ya ven, murieron los dos y todavía andan peleando.



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