ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Las putas

 

El sexo oscuro de las putas, el sexo piadoso de las putas, altar de sangre, lanza de carne en el vientre, seno que acuna a los borrachos, Madonna que amamanta a los solitarios como una madre loba, lenta noche prestada, ternura indiscriminada de hembra que monta a todos sus hijos, sexo frágil de los cansados, hambre repartida y veloz de los vencidos, la luna abriéndose en una cadera, la tibieza de un pecado amigo, de un crimen sin muertos, de una mujer que miente queriéndonos un minuto. Putas bellas, morenas, blancas, dulces, bárbaras, tiernas, sabias, maternales, solas, rendidas, maestras, sublimes, santas, rientes, imperiosas, pacificadoras. Sacramento de fuego y saliva, pentecostés de los malditos, la salvación puede ser un rizo suyo en el pecho y un beso que dejan en el espejo. Reniego de todas las morales que las insultan y quisiera amarlas feliz en mi pecado y en el suyo.

El sexo, siempre el sexo, pozo negro, miedo submarino del ser humano. El sexo es el pecado cardinal en las morales hipócritas, antes que el homicidio, antes que cualquier crueldad. Las iglesias, con sus hombres santos y castrados, pueden bendecir la guerra, la codicia, la impostura y la estupidez, pero, ah, la carne, ese diablo faunesco, ese grito rojo del cuerpo, esa llamada de violencia y placer, esa pujanza de querer horadar o ser horadado, eso nunca. Porque el sexo nos da nuestro envés de fiera ciega, de émbolo y de machete, y eso derrota todas las teologías, toda la cristalería de almas, espíritus, sublimidades paridas por la metafísica, mentiras de nuestro ego que niega su condición de gusano de la tierra. El ser humano quiere mirar a los dioses pero no sueña sino con beber de un cuerpo, esa mística verdadera. El ser humano quiere ser sustancia de gasa e inmortalidad pero no es más que el felino que muerde el cuello de la hembra, o la hembra que quiere sobre sí el peso del felino. Por eso el santurrón, que tiene miedo de esa bestia deseante que es él mismo, condena el sexo e inventa ritos para domarlo, permisos de la comunidad y de los dioses (una boda), y quiere convertirlo en horticultura, el sexo para procrear, para dar a las deidades nuevos siervos y a sus sacerdotes nuevos contribuyentes.

Es otro el sexo de las putas, sexo leal, sexo sin chantaje, sexo que no se sostiene en la suegra o en la hipoteca o en la úlcera (algunos, a la relación carnal previo contrato hasta la llaman matrimonio —en la ceremonia él le da dinero a ella—, y es sagrado). Ahora, las prostitutas se levantan en su dignidad milenaria, por Málaga, quieren sus impuestos, sus jubilaciones, su existencia administrativa, que es también la forma de acabar con el chulo que castiga, con la esclavitud y las mafias, esa verdadera inmoralidad de la prostitución. Amparo y libertad para ellas, para salir de la catacumba de lo sórdido a ejercer su sacerdocio con tacón, a dar su amor dividido como un riñón que les sobra siempre, contra todas las murallas del puritanismo y el estreñimiento mental.

El amor es la espiritualización de la sensualidad, decía Nietzsche. Y la moral que niega la sensualidad pura, la sensualidad porque sí, porque nos viene del dictado alto de la Naturaleza, es una moral enferma de eunuco. No son inmorales las putas (o los putos, no hay en esto distinciones de género). Inmoral es el asesinato, la avaricia, la estafa, la insolidaridad, la injusticia, el sufrimiento. Las putas, benditas sean. Hay quien quiere perder definitivamente el alma que no tiene y va a buscar a una puta, a que lo salve, a que lo glorifique de carne y de infierno en una noche en la que ya no se espera nada. Benditas sean, que contaminan el mundo con la santidad de su pecado.

 

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