ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Farmacias

 

Muchas farmacias andaluzas se están negando a dispensar la píldora del día siguiente (no digan “día después”, que es una mala traducción), con lo que estamos haciendo de la botica el último castillo blanco de la moral, la tienda de biblias de la medicina donde ninguna vitrina tiene pecado y donde la gente decente entra sólo a por bragueros y a por pastillas para la tos. Ya conocíamos farmacias que no despachaban condones, farmacias como bisabuelas o sucursales de la parroquia, y ahora están las farmacias que quieren, de puro pías, ser hospicios de fetos y catedrales de la familia, farmacias que están ahí para mostrarnos el camino de la verdad y la vida, que es el camino que ha decidido el señor o la señora que las regenta, que se arroga el poder de decidir por nosotros y por el legislador, investido de la santidad corporativa de una bata. Si está usted en un pueblo pequeño con una o dos farmacias y son de las elegidas por Dios para salvar a los inocentes, ya está en un oeste sin ley, con la teocracia que se mete en su cama, con el boticario como un Pantocrátor amaneciendo en el mostrador y en el orgasmo.

La famosa píldora postcoital dicen algunos que es un asesinato, que mata niños diminutos que no lo son, niños con la sonrisa más inocente, que es la sonrisa molecular de cuando sólo se es una fibra de ADN. No quiere hacer uno ningún panfleto sobre el aborto, que es tema delicado y doloroso, pero esto que dicen no es más que una opinión. Opinión muy discutible, además, porque entran aquí profundos problemas filosóficos acerca de la naturaleza humana (qué es, cuándo comienza, qué salto nos convoca humanos) sobre los que nadie debería hacer dogma universal. Vienen a decirnos algunos que el alma llega ya en el flechazo del espermatozoide, en esa primera maternidad abrazante del óvulo que se abre y donde la deidad pone su beso emulsionado y pequeño. Pero uno no cree en el alma, sigue pensando que es un engaño de nuestra vanidad y de la metafísica (la metafísica ha querido hacer entes de lo que sólo son categorías, maneras convenientes de agrupar acontecimientos en una definición). No puedo ver crimen en esa píldora porque no considero que sea un ser humano una célula de horas, indiferenciada, nadadora y automática. Pero es mi opinión, que nunca se me ocurriría imponer a nadie.

Uno tiene la convicción de que la moral debe nacer de una profunda reflexión ética del individuo, y que, en lo que queda sin decir por la ley de un Estado de Derecho, se gana siempre más consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás, como bien decía John Stuart Mill. Pero el farmacéutico, que es un particular, manda en esa relojería secreta que es su farmacia y en ese reverso botánico que tiene la vida humana y que se maneja con química, y puede anular nuestra reflexión ética dándonos o no una pastilla. El farmacéutico que nos tiraniza constriñéndonos una víscera, administrando nuestros flujos, dejándonos en aparcería nuestro propio cuerpo y reservándose el poder de comerse una receta cuando considere que hace mal a la salud de nuestra alma. El farmacéutico ejerciendo así su labor de talibán pulcro e incruento, imponiéndonos sus convicciones sin más que meterse las manos en los bolsillos. Poder éste desmesurado e ilegítimo, desde luego.

Las farmacias no son un púlpito, sino un servicio público. No pueden los farmacéuticos, haciendo abuso de su monopolio, revocar un derecho que reconoce la ley. Pero es que gusta tanto, ay, disponer de las vidas de los demás... En algunas farmacias hacen pluriempleo de Dios del barrio, pero a lo que llegan es a arruinar la vida de una pareja que no comparte su moral y a la que se le rompió el condón como el corazón endeble y asustadizo de los primeros amores.

 

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