El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

19 de octubre de 2006

Nana

El nacionalismo es una nana. Vive en el mismo sitio que el olor a pan de leche de la madre, que el recuerdo de los muebles gigantes de la casa, que los animalillos estrujados de la infancia. Como las navidades donde la magia se hacía bolitas, como la primera bicicleta que te convertía en policía contra las gallinas, como aquel plumier que parecía un violín destapado, el nacionalismo es esa melancolía de lo perdido, de lo que nunca fue tan grande o tan importante pero hemos decidido imaginarlo así por si nos devuelve el tiempo y los abrazos. Las mañanas que eran el vaho de los armarios, las tardes que eran una trenca colgada, la felicidad que era el salto de una niña, todo eso pensado hacia atrás, guardado en el estuche de las gafas, todo eso pero agrandado y extendido por las plazas y las provincias, exaltado por políticos y batallas, jurado por viejos reyes o dioses, eso es el nacionalismo. A mí mi madre me cantaba algo que decía “A la mar que te vayas, querido Pepe / A la mar que te vayas, yo voy a verte”. Aquello no significaba nada, pero ahí está todo el niño que fui. Sin embargo, ya no me duermo así. Crecer es sobrepasar los recuerdos. Cuando la sociedad no crece y duerme aún con nanas como con un crucifijo, en almohadas sentimentales, bañado en los perfumes de una madre novia, eso es el nacionalismo. Un paso más allá está la locura, pues un loco no es más que un hombre niño. Y en política, la locura se llama fanatismo.

Un cuento, una canción, la nana de las naciones, el dedo en la boca como el de los niños meados, todo esto defendido por partidos y periodistas. Yo también he leído la entrevista de Sala i Martín a Montilla. Ante el político torpe y sin cintura, cabe el desdén pero no la lástima. Esto es lo que se puede decir de Montilla, incapaz de enfrentarse a un cuestionario hostil. Ante un escolapio del nacionalismo que examina de pureza preguntando por libros infantiles y por el himno de Montserrat, quizá sólo cabe la lástima o el miedo. Un cuento, una canción, el nacionalismo es encontrarse a un señor en postura fetal y dudar entre la vergüenza, el terror y la conmiseración. Yo acababa de volver a ver la maravillosa trilogía sobre la India de Deepa Mehta (Fuego, Tierra y Agua) y quizá por ello me decanté por el terror. En la campaña electoral catalana, yo distribuiría la segunda película, Tierra, más que esos vídeos del tripartito como de cuatreros. Verían una India a punto de ser dividida, con hindúes, musulmanes y sijs que pasan de hermanos a enemigos caníbales, y todo el horror de las identidades, de la tierra como una planicie homogénea de raza, de sangre, de pensamiento, que sólo puede llevar al desastre, a la venganza, a la crueldad y al sufrimiento. Hay un momento en que una turba de musulmanes exige a un hindú que se ha convertido sólo para salvar su vida que recite el Kalma, el Credo del Islam. Eso, o morir. El Kalma o el himno de Montserrat... ¿hay diferencia? La medida de la pureza, la prueba de todos los fanatismos. La locura.

En Andalucía aún no hemos llegado a eso, aunque se afana el PA y las realidades nacionales nos devuelven a la cuna y a los brazos tibios y molineros de una patria que sería inventada como todas. Pero ya hay buenos y malos andaluces según cómo piensen y reciten. Los nacionalismos son una nana. Pero yo no pienso regresar al útero, ni en mi niñez de mapas y camaleones puedo ver más que lo que nunca volveré a ser, ni desearía volver a ser.



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