ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Gente bien

 

Me vienen saliendo últimamente unos artículos que tiran a morales o moralistas (o a todo lo contrario, dirán algunos: la inmoralidad no suele ser más que la moral de los otros). A uno le preocupa bastante ese gran nervio moral del ser humano que no termina de despertarse, ese músculo moral que es todavía niño en nosotros y sigue de la mano de sus viejas ayas y sus terrores nocturnos, de sus orinas y sus cocos, y no nos deja crecer en nuestra humanidad andadora. Dos casos de actualidad en Andalucía, la polémica de la píldora postcoital y el despido de la profesora de religión en Almería por ese crimen de casarse por lo civil con un divorciado, nos muestran muy bien la infancia moral en la que seguimos balbuceando.

El problema, en ambos casos, llega de la moral mal entendida o, mejor dicho, mal circunscrita: la moral como reflexión ética individual es aplastada por la moral como imposición universal, categórica, la moral como espadón y como dinosaurio. La Cooperativa Farmacéutica de Jaén, que suena a logia de santos varones muy desinfectados, no es que nos manifestara su posición moral, totalmente respetable, sino que quería decretar en la tierra santa de Jaén su códice de castidad y limpieza de glándulas, amparados en el monopolio de su profesión. Jaén con la píldora postcoital extirpada por el mandato lúcido de una estampita de Fray Leopoldo de Alpandeire, porque unas doctas lumbreras en concilio habían decidido por toda la provincia y pretendían dejar la ley en herejía y la opción moral en desafuero. Menos mal que se han echado atrás. El Obispado de Almería, por su parte, utiliza el chantaje del pan y el trabajo para castigar la libertad y para extender el púdico abrazo de su moralina, que es una moralina que se queda en la cama, en ese trabajo de líquidos y belleza que es el sexo y que tanto les horroriza porque, ya lo hemos dicho alguna vez, el placer mata a todos los dioses (por eso no hay otro camino para llegar a ellos que el sufrimiento).

Recuerdo, entre los artículos de Bertrand Russell, uno titulado “Gente bien”, que está incluido en esa compilación de ensayos y conferencias que es “Por qué no soy cristiano”. Con picuda inteligencia e ironía, Russell critica el puritanismo y la moral vieja, su ética de continencia, enagua y mesa camilla que lucha por controlar la educación y la ley en los asuntos de “moral y buenas costumbres” (las suyas) mientras practican su hipocresía, su insolidaridad y sus dobleces. Esta “gente bien” sabe que mandar en la moral de los demás es una forma de superioridad y de perpetuación. Pero una moral que no es razonable, que está llena de disparates y demonios de miedo, sólo puede sobrevivir mediante la imposición, y es ahí donde entran los círculos de oro del poder económico, los lobbies religiosos y las consanguinidades de ursulinas, que presionan a los gobiernos y a las jefaturas para hacer de sus dogmas nomológicos norma obligada.

Decía bellamente Bertrand Russell que la “vida buena” (ése es el propósito de la moral) está inspirada por el amor y guiada por el conocimiento. Esto no puede llevar sino a permitir que cada uno proceda con su cuerpo y con su vida como le venga en gana, mientras no dañe a los demás. La inmoralidad verdadera es desnucar esta libertad. Ejemplo de la niñez moral que nos atenaza son las palabras del arzobispo de Granada cuando dice que no se puede “dejar la moral y la conciencia para la esfera privada”, cuando se trata precisamente de eso. Pero es que la libertad les da miedo (la libertad siempre da miedo, ya nos lo decía Erich Fromm), y es ese miedo lo que les empuja a hacer una hoguera de infieles y una guerra santa contra unos enamorados desnudos. El Dios de la “gente bien”, Dios de miedo, dicta la moral y ordena dominar el planeta, para mayor gloria Suya y mayor sufrimiento de los mortales. Viene a ser la misma cosa, en realidad.

 

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