ZOOM · Luis Miguel Fuentes


La flor y la droga

 

En Málaga, una mujer ha sido condenada a ocho años de cárcel por llevar ramos de flores con droga al cementerio. La mujer parecía que iba a enamorar muertos con una flor de viuda y con una flor de cocaína o heroína —esa flor machacada que es la droga— en el regazo. Pero luego, el ramo iba para el camello, que andaba barzoneando entre las tumbas y robaba de la lápida esa única diversión del muerto, que ya no está para diversiones.

Esto de dejar drogas olorosas de flores y cadáveres en el cementerio me parece un guiño sentimental del traficante y un rito sincero de presentar la muerte a la muerte: por un lado, la muerte amurada del muerto en su fosa, y por el otro, la muerte guapa que se dará en loción un marchoso en los lavabos de una discoteca, o la que se dará en una puñalada un quinqui en una tapia, a costa de la mercancía de aquel ramo. La muerte blanca y animosa de la coca, de la que no se muere casi nadie, la muerte volcona de la heroína, de la que se mueren los faquires de la barriada, tienen su altar gótico de luna y perros en el cementerio. Por eso iba esta mujer allí con su cargazón de flores asesinas y su ternura enlutada, a que se diera un beso mellizo y frío la muerte con la muerte, mientras sonaba, quizá, la Danza Macabra de Saint-Saëns, tocada con violines desenterrados y ataúdes descordados, o al revés.

Pero la danza macabra de la droga ya es una fiesta muy conocida en los cementerios y en los barrios, aunque la actualidad nos pone ahora esta vidriera de una mujer arrastrando coca, flores y esqueletos y la cosa queda más bella y trágica, como en algo de Poe, como una Annabel Lee colgada de speed. Parece que la vida en seco no trae felicidad. La felicidad hay que exprimirla de una baya, de una flor reventada o del dedo de alguien, hacerla polvos, tragarla por una vena, suspirarla hacia dentro como un deseo muy meditado.

La droga viene por el placer pero dicen que trae la muerte, atrae a la muerte, y por eso ya hace todas sus bodas en el cementerio, frente a una calavera como una novia muy atenta. La droga trae muerte, pero en realidad hay pocas cosas que no la traigan. Lo que ocurre es que el hombre va seleccionando sus muertes más atractivas, se va haciendo parroquiano de sus muertes favoritas, y se vuelve heroinómano o escalador o conductor suicida o cuidador de tiburones o ejecutivo estresado o viejo sano, todo por tener el último disfrute en una muerte intimísima. La droga, como todas las muertes, tiene sus esclavos, sus penitentes, sus vividores, sus burócratas y sus mitólogos. Cada civilización adora a sus drogas como a sus antepasados y reniega de las otras no por dañinas, sino por negras, morunas o salvajes. Ahí está el inocente cannabis que no quieren legalizar por lealtad a toda nuestra tradición de frailes y generales borrachos.

Esta mujer en el cementerio con sus flores agónicas, baudelairianas, no nos deja otra cosa que un retrato de la muerte, del placer y del deseo, enredado entre raíces y estiércol. Una mujer, una lápida, una margarita, un éxtasis falso y níveo, una vena punzada. Esta mujer en el cementerio es el retablo entero de la tragedia del ser humano ante la droga, con sus ángeles de piedra que dan dulces besos de muerte y luz, con el ahogarse blando y vegetal de la droga, ser devorado por sus tallos blancos como una seta humana, pudrirse en vivo encalado de una muerte muy húmeda. La mujer llevaba la flor y la muerte en el mismo ramo. En esa imagen está toda la vida humana. No hay mejor metáfora para el hombre, quizá, que ésa.

 

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