El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

7 de junio de 2007

Patria del derecho


Algunos andaluces que andan por el mundo ya han aprendido que en Letonia se puede ir a la cárcel por quitarles las banderitas a los helados. Aquí las banderas siguen siendo los pañuelos de unas viejas, las rebequitas de unos sentimentales, las mantas de unos soldados o la melena de unos salvajes. Sospechosos en todo caso, siempre, de extremismo o de folclore, los que lloran o rezan sobre ellas, o los que las queman o escupen. España es una patria mal cosida y mentar banderas ha acabado siendo una cosa que no se hace en la mesa. Por eso nos parece exagerado que los americanos duerman sobre la suya o que los letones la forjen intocable y con yuyu, como la lanza del jefe. Aquí, salvo en el deporte, que las hace camisetas y ahora va a provocar que se busque una letra para el himno nacional, tenemos a las banderas más que otra cosa para cagarnos en ellas. El desprecio a las banderas puede ser signo de que buscamos la universalidad de lo humano, pero también puede simplemente señalarnos como miembros de otra tribu igual de canalla. Sirva este ejemplo de las banderas sagradas letonas, de todas formas, para demostrar que si las diferencias en las leyes de las distintas naciones nos dejan cárcel para las faltas de etiqueta, cuánto más difícil será un acuerdo cuando hablamos de derechos humanos fundamentales.

Saber que en Letonia las banderas son eléctricas puede ser una lección de cosmopolitismo, pero saber que en Mauritania se compran esposas de 14 años y que ese derecho se invoca también aquí, es traspasar en mucho el protocolo de las embajadas. La globalización ha empezado por el dinero y no sabemos si se quedará ahí, y los que teorizan sobre un Derecho común mundial (Henri Pallard y otros que van desde recordar a Protágoras hasta cierta melancolía positivista) saben en el fondo que sólo están haciendo poesía. Mientras el modelo de Estado-Nación no sea superado, cualquier intento de Derecho Universal será un pasatiempo de intelectuales bienintencionados. Frente a las dictaduras, fanatismos, teocracias y canibalismos del mundo, ese imperio maternal de los Derechos Humanos no es más que un cielo pintado. ¿Qué hacer, pues, desde las democracias occidentales? Lo primero, no caer en la trampa del falso multiculturalismo. Y esta época de grandes migraciones que traen inevitablemente los ciclos de la historia y el movimiento osmótico de la pobreza, es una importantísima prueba. Religiones y culturas diferentes conviviendo en el mismo espacio físico no tienen por qué llevar a ese pernicioso y laxo “relativismo absoluto” ni a crear islas en la ética y la ley. No, si se mantienen dos principios básicos: Estado de Derecho y laicidad. Un espacio público que respete el ámbito privado de las creencias y opiniones pero tenga por encima siempre la ley, las libertades individuales y los Derechos Humanos. Así, cada cual podrá venir con su gorrito, con su dios, con su idioma, pero sabiendo que en frente están la libertad y los derechos de los demás que no pueden pasarse a cuchillo por leyes del desierto o de la selva. Entre las patrias puras de religión y de raza, imposibles ya, y que cada cual monte su fuego de campamento, éste es el único camino que le queda a la sociedad civilizada. No se trata de que se conviertan los infieles ni de que nos rindamos a cada tribu. Se trata de que todos cumplan la ley. Así, la inmigración será una cosa de colores y calzado nuevos, nunca una contaminación ni una guerra. Pero esto lo tendrán que comprender tanto los que están aquí como los que vengan. A esa patria del derecho, no de las esencias, yo casi le besaría la bandera.



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