ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Benzopireno

 

El benzopireno es un humo feo, un veneno enredado, un círculo negro que se atornilla a la carne y nos come un costado como una colmena. El benzopireno viene del desguace del mundo y de la tizne de todas las industrias, es una toxina civilizada que nos ahoga científicamente, tiene la luz fría de los frigoríficos, los supermercados y los degolladeros. El benzopireno está ahí como el hollín del progreso y hay que tragárselo en el desayuno, respirarlo de los coches, solearlo en la parrilla. Hay que convivir con el benzopireno, pues habría que volver a los mamuts crudos para librarnos de él, y todos preferimos morir contaminados de tecnología antes que ser devorados por un oso cavernario.

Que el benzopireno haya salido ahora ha sido una casualidad traída por esa fanfarria que es Celia Villalobos. La ministra va descubriendo patologías y bichos que estaban hasta entonces durmiendo a la sombra áspera de su nombre y que ella despierta como una portera. Doña Celia tiene algo de entomóloga de las desgracias y de rebuscadora de asquitos. El benzopireno lo saca ahora la señora Villalobos estremecida por la resonancia maligna de la palabra, pero estaba ahí desde siempre, en el café con leche y en el pinchito de la barbacoa, que ella no ha mandado retirar. Midiendo las maldades del veneno, el benzopireno nos acecha más gordamente en los ahumados que en el aceite de orujo, esa lupa verde donde hemos conocido a la bestia y donde hemos aprendido a contarle las patitas que no tiene. El benzopireno es una amenaza muy repartida que ahora nos aumenta la ministra, nerviosa y arremangadiza, como si viera un ratón en la cocina, y que la lleva, en el soponcio, a prohibiciones y zafarranchos.

Es cierto que la industria alimentaria, desde hace mucho tiempo, viene asesinándonos pacientemente con gran variedad de sabores y texturas. La vaca loca tenía su locura en el aprovechamiento por parte del ganadero de una pasta de otra compañera vaca, que le salía más barato que sacarla a la dehesa. Las hormonas eran para los pollos la versión invertida de lo que es la dieta de la sandía para las veraneantes, esos pollos que ahora van a hacer que nazcan sin hueso por el método modernísimo de retorcerles un gen. Los tomates nos llegan plastificados, con un intenso sabor a jeringa ya vacía, y no hay en los supermercados sino una cacería de latas y unos embutidos violentados de grasas y colorantes elásticos. Ahora nos enteramos de que algunas empresas mezclaban aceite de orujo con aceite de oliva refinado para distraer unas pesetas, que pensaban que al consumidor le daba igual y de camino se saneaba la empresa. Pero la silueta arácnida del benzopireno ya está provocando que se vea en este fraude evidente, además, otro intento de asesinato y otra colza que no lo es. Comer es quizá ir suicidándose un poco en cada mordisco, pero hay que calibrar estos daños con cuidado, porque el purismo nos conduciría a la malhumorada felicidad vegetariana y a la comuna alimentada de berzas, que también nos haría protestar.

Las autoridades deben tener más medida y tacto, e igualmente los consumidores, porque una cosa es cuidarnos de basuras tóxicas y otra cosa es la histeria. Doña Celia le ha dado un buen escobazo a nuestro sector aceitero por un empecinamiento veloz que, de ser realmente coherente, implicaría que su ministerio nos prohibiese comer cualquier cosa que no fuera apio a palo seco (apio “biológico”, claro, por utilizar ese pleonasmo tonto tan de moda). El benzopireno es cancerígeno, aunque con unas escalas que no están nada claras. Pero el aceite de orujo tiene bastante menos de ese veneno pequeño y redondo que el cafelito de la tarde. Ahí es donde chirrían el apresuramiento y la descolocación de Celia Villalobos, que encima no se entiende con Arias Cañete. O es que pretenderá retirar también el café. Y las tostadas. Y el salmón ahumado.

 

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