ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Abrir mercados

 

Alvarez Colunga, presidente de la cosa empresarial andaluza, ha descendido al pozo de África y ha descubierto que es un mercado enorme por el que pasa un león o un esqueleto de vez en cuando. En esto consiste ser empresario, en ser capaz de ver África y sus miserias como un tapiz de pastorcitos de la sabana y pensar enseguida si se le podría vender una camiseta del Betis a un bereber. Esto es ser emprendedor, que se dice, y todos los másteres y gacetas que ahora se hacen para ellos se resumen en esa perspicacia practiquísima del guía de nuestros empresarios. África, esa estopa ardiendo, esa duna de hambre, es también un solar con un cielo muy alto y un vivero de clientes enflaquecidos. Alvarez Colunga, con un ojo industrioso y aguzado, sabe eso y se va con una caravana de mercaderes a Marruecos, a negociar con Mohamed VI, dios niño que tampoco entiende mucho del asunto, tan entretenido en elefantes, rezos y griferías.

Marruecos, que nos cerró el mar y nos arroja en las playas todo su despiece de hijos, es otra vez el socio, el amigo, el vecino, porque allí viven muchos alimentados sólo de sol y cabras y es conveniente introducirlos en la modernidad del chupachup, desarrollarlos amigablemente, hacerlos consumidores contentos. Van los empresarios a Marruecos a abrir mercados, que es llevar a suelo nuevo nuestra garra más voraz de metal y dinero. Van en su embajada de paz y divisas, aparcando, dicen, las “diferencias”, o sea, los odios por el conflicto pesquero y otros navajazos recientes. Pero queda feo decir que van a vender, y por eso nos hablan en plan “impulsar el desarrollo” y otros retruécanos, olvidando que el desarrollo es otra cosa y que, si acaso, tendría que empezar por que Europa dejara de abrazar a sus tiranos y de reírles los muertos.

Marruecos es un festejo de la baratería y la corrupción, un penacho de castillos de oro sobre todos los palafitos de la pobreza, una tierra donde los reyes y los torturadores descienden pesadamente de los cielos como santos muy gordos. Nuestros empresarios y nuestras inversiones no van a desarrollar nada allí, sino a seguir cebando y justificando a su clase dirigente, a sus señores feudales, a sus privilegiados de sangre divina, pues el dinero sólo se mueve entre ellos en un circuito ya muy amistoso y acostumbrado, y al pueblo no le llega sino la moneda más fea, que le arrojan desde el palanquín.

Este camino de la globalización y de las cópulas orondas y multirraciales de las empresas nos lo están vendiendo como el colmo de la libertad, cuando sólo es la avidez del dinero que busca el exotismo y la lascivia de poseer otro continente como a una indígena. Lo hemos visto claramente cuando el Comité Olímpico Internacional se ha rendido al régimen asesino de Pekín ante la visión deliciosa de miles de millones de chinos comiendo hamburguesas muy sincronizadamente. Fue por el empuje de las multinacionales y de la Iglesia Católica (también la Iglesia quiere abrir “nuevos mercados”), y no por el espíritu olímpico, que no existe, como ningún espíritu.

Nuestros empresarios, de igual modo, no van de misiones a darles papillas a los negritos africanos. Quieren ganar dinero. Y la Historia nos enseña que, bajo el sol sucio del billetaje, los tiranos son colegas y los verdugos, socios. Poco importa que esa cooperación con Marruecos sirva para seguir aumentando los mármoles de los jardines de un dictador aniñado y déspota. A cambio, nosotros podemos utilizar las pateras para hacer barbacoas, como en Algeciras. Comer felizmente sobre las tumbas, quizá se trata de llegar a esa gran cúspide de la civilización, donde ya no hay asco.

 

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