ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Macarras de la moral

 

Lo sabíamos desde mayo, recuerden, cuando las farmacias querían desinfectar todos los pecados y todas las ingles, cuando los obispos tenían una primavera purísima de rezar por las almas redondas de los átomos y anatematizar contra los enamorados. El Obispado de Almería, ya por mayo, había advertido a la profesora que Dios y sus escribas no le perdonarían que casara con un divorciado que además rondaba el calvinismo. La Religión Verdadera no se puede enseñar llegando al aula todos los días con la mácula del fornicio y el cisma, así no se puede mirar a los escolares ni al crucifijo. Inútil este empeño de castidad y ejemplo, sin embargo, pues todos los que de adolescentes hemos rondado los colegios de monjas sabemos que son las niñas más rezadas las que suelen salir más dóciles y gratas al magreo, con una lujuria morbosa que venía de muchos cirios fálicos y bragas consagradas, niñas que daban un sexo desesperado y lánguido, como una tísica que te monta. Tanta recta moral, por lo visto, más que otra cosa lo que hacía era excitarles su vulva pubescente, y casi todas querían saber de la virginidad y la pureza por negación, sistema muy de la metafísica católica (sus vaciedades del estilo “ser no contingente” no son más que construcciones por negación).

Esta profesora de religión de Almería ha sido finalmente despedida, eliminada por el Obispado de las listas de catequistas y directoras de coro, y es que yacer inmoralmente con un nibelungo divorciado tiene el doble pecado del adulterio y de la traición. El fin del catolicismo, ellos lo saben, puede venir con un ejército de seductores protestantes que conquista furtivamente a nuestras mujeres, que las toma a pie de confesionario rodeando obscenamente sus muslos con un rosario. Miedo a la competencia, más que asco al sexo, porque ya conocemos toda la hagiografía de curas que meten mano a los monaguillos y la histórica tradición de papas celebrando orgías y enterrando bastardos. Hipócritas o sinceros, en cualquier caso, estos señores tan puritanos tienen la rabia y la frustración de los castrados, y su obsesión les lleva a concentrar la espiritualidad o su ausencia en las gónadas, olvidando que la moral es otra cosa y que más sucio es su afán de plusvalías rápidas en Gescartera que el coito con un marido pelirrojo que lo fue antes de otra.

Joan Manuel Serrat los llama “macarras de la moral” en una de sus canciones, y, tal como dice la letra, si no fueran tan temibles nos darían risa. Cierto es. Son temibles porque su moral sin razón y su sexo sin placer no se quedan en ellos y en su libertad, sino que intentan extenderlos universalmente, a sus fieles y a sus bedeles, a sus profesores y a sus contables. Quieren una castidad uniformante y a todo el mundo con las ganas retenidas y la picha atrofiada, y no dudan para ello en dejar a una mujer sin pan y sin trabajo. Pero no se dan cuenta de que a los alumnos les daría igual, porque los niños ya no se creen nada, ni trinidades, ni virgos, ni que se vayan a quedar ciegos de las pajas, y todos los chiquillos quieren tener un padre divorciado y una madre con novio, para ser como los de la tele y tener regalos y mimos multiplicados.

La moral les ha ido adelantando. La libertad y el conocimiento se van encargando de esto irremediablemente. Pero ellos insisten en quemar brujas y ninfas, ya que “el miedo nunca es inocente”, dice Serrat, y saben, después de tantos siglos, que se puede vivir muy bien de los usufructos de nuestros terrores y esperanzas. Casi mejor, fíjense, que de los oscuros beneficios que pensaban conseguir en Gescartera.

 

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