ZOOM · Luis Miguel Fuentes


El insulto

 

La Macarena tenía, por primera vez, unas piernas bonitas. Se las ponía una modelo en la Semana de la Moda de Londres. Pero la gente prefiere una Virgen apuñalada a un Virgen que sea una maja, y la ocurrencia de este modisto polaco con nombre de discoteca, Arkadius, se ha visto en Sevilla como un insulto intolerable. Bajar del Cielo a las Vírgenes, ponerles medias, probar la provocación de imaginárselas envueltas en carne y lencería. La moda, que muchas veces no es más que rareza, ha querido pulsar esa fibra de erotismo y blasfemia que tiene torcer los símbolos religiosos y ha sacado un desfile donde una cruz apuntaba a un pecho como un falo y una sábana santa ceñía las caderas de una rubia, donde salían las chicas como novicias fornicadoras o santas brutalmente pervertidas.

Este contraste de extremos, esta diabólica trasgresión que puede ser un experimento estético o ganas de cachondeo, ha conseguido lo que quizá buscaba: provocar. También lo hacía Marcel Duchamp y luego lo llamaron arte y lo hicieron academicismo, cosa que es traicionar un poco la intención de Duchamp, que era burlarse de la propia idea de estética. Sacar al objeto de su contexto era la base del ready-made. Una Macarena a la que se le pueden levantar las faldas quizá quería rozar el arte, aunque puede que al modisto se le quedara en payasada. Pero la cuestión no es si el experimento de una Macarena andadora y sensual es o no estético, que a mí me parece que no. La cuestión es si hay razón para la indignación y si puede la censura del barrio pensar en prohibiciones, venganzas y juicios de Dios.

Personalmente, hace tiempo que renuncié a entender los mecanismos que hacen a algunos sentirse “ofendidos” o “insultados” con tanta facilidad. Simplemente, escapan a mi comprensión. Intuyo que la mayoría de las veces debe ser algo así como una protección ante el poder de lo obvio, que les destroza las creencias y les desbarajusta sus delicados altares simbólicos, apuntalados tan al aire. Pongo un ejemplo de una obviedad que muchos tomarán enseguida como una ofensa, sin que lo sea: “La Macarena es un palo vestido”. ¿Es esto un insulto o una descripción totalmente objetiva? ¿Les entran ganas, estimados lectores, de freírme a cartas al director, de pedir que me echen del periódico? Piensen si es así y piensen, sobre todo, por qué.

La sutil relación entre el símbolo y el objeto, o entre la abstracción que se sustancia en cosa y el sentimiento que pretende cobijar, sólo se puede mantener en un espacio que no roce nunca con el mundo real, pues entonces enseguida se rompe el mito, y el símbolo que es una Virgen o una bandera vuelve a ser una estaca o un trapo, con lo que se destruye la magia y se derrumba la abstracción. Por eso, reducir lo que algunos piensan que es la Madre de Dios a una señora con enaguas, o la Patria a una tela muy besuqueada, ofende a algunos, quizá por el miedo a que realmente sea sólo eso. Y ahí vienen la reacción infantil de indignación y las ganas de asesinar más o menos metafóricamente al que se ha atrevido a tumbar el símbolo hacia la realidad, como este pobre modisto al que ya le están poniendo velas negras por Sevilla.

Siempre he pensado que no deben existir ni ideas ni símbolos intocables, tan sagrados como para no permitir la crítica o incluso la burla y la ironía, que son armas de la inteligencia y de la libertad. Y la libertad debe permitir incluso la blasfemia. Ni Dios ni su metafísica se destruyen con este remedo de la Macarena como una colegiala. Sólo se destruye el sueño de algunos que quieren una alegoría y una sublimidad que es realmente, y sin ánimo de ofender, un andamio. Y esto, ¿es un insulto o una obviedad? La respuesta a esta pregunta dirá mucho sobre nuestra tolerancia. Pero claro, yo es que carezco de iconos intocables. Ni siquiera me ofendería que denigraran a Bach, que es lo más cercano a la Macarena que pueda tener yo. Con perdón.

 

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