ZOOM · Luis Miguel Fuentes


El vocero

 

El vocero habla con palabras de otro que está detrás de las cortinas, tiene la laringe como un órgano que construyeron los fontaneros de la política. El vocero tiene teclas por el estómago, clavijas en las costillas, un fuelle que se le acopla como una cañería, la mandíbula enroscada de los autómatas. Hablan por él los espectros de los despachos más altos, le sale muy retumbada la risa de los picnics de los partidos, es el deus ex machina colgandero y flácido que vuela torciendo un muelle. Ser sin espíritu, con el aliento prestado, con la mueca diseñada, con movimiento de caja y con ruedas en las piernas, con la trompeta de su amo que le sale como un tentáculo sonoro.

El vocero está hueco como un guante, tiene la forma del poder que se le mete por debajo y le mueve los ojos, es el jarrón sólo con el volumen de su vacío, en el que silban vientos ajenos. El vocero suena siempre a tómbola o a Nodo, a prospecto o a carraca. El vocero no atiende ni a parlamentos ni a controles, pues le domina la mano que todo lo mueve y el ojo que todo lo ve desde un circuito cerrado. Sólo se arrodilla en el confesionario donde se le dicta el dogma y se le unge de acatamiento. El vocero es ridículo como un arlequín y necio como un eco, pero tiene esa altivez que da ser mirado desde los anfiteatros. Llega a creerse lo que dice, como los buenos actores. Llega a sentirse poder y fusta, cuando solamente es un embrague.

El vocero tiene, a lo mejor, una televisión que mira el pueblo como una verdad cuadrada. En la televisión pone marujas y tetas, coros y danzas, plazoletas y potajes. En la televisión pone a sus amos que salen muy guapos e inauguradores, entre la modernidad de una carretera o un himno que son siempre los mismos. La realidad y la mentira tienen los colores cambiados y los rótulos movedizos, y los presentadores ensayan sonrisas o entrecejo según venga dispuesto en el papel. El vocero tiene quizá, también, una radio que entraba en el lote, donde todos los micrófonos apuntan a la misma esquina y hablan algunos con la tranquilidad y el mando de ser los caseros. El vocero se encarga de buscar a los locutores más genuflexos y los examina de entonación y lealtad en cada boletín. La noticia debe sonar como una campanada o un derrumbe, según, y todas las escaletas han de cantar a la Patria y a sus guías como una sinfonía de Shostakóvich.

El vocero da tristeza, con su personalidad como una gabardina de otro, con ese engreimiento fiado que toman los aduladores del adulado. Tristeza de ser una transfiguración momentánea de un jefe, cuerpo del que salen voces falsas del Cielo, como ese patético loco, Carlos Jesús, que saca tanto Sardá. El vocero, pobre diablo, marioneta en nómina con la garganta extirpada. Ha perdido la libertad, de la que se ríe mucho porque le han dicho que eso es un romanticismo que no sirve de nada. Ser lacayo con honor, ser mayordomo con toda su concentración en hacer reverencias y quitar pelusas, es lo que le queda. Hay que ser comprensivos y dulces con el vocero pues es un alma vaciada y sus insultos hay que perdonarlos como las palabrotas de un niño o un endemoniado, que no llegan a ultrajar a nadie. Bastante tiene con la miseria de ser eso, la voz de su amo y un gesto copiado. El vocero que todos conocemos, que está en el ayuntamiento más pequeño o en el palacio más plateresco. Oficio humillante y bajo, ya tiene el castigo suficiente de no ser nada.

 

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