ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Judicialización o politización

 

En Cádiz, los ediles de la oposición se han encerrado para protestar por la “judicialización” de la política, que es como vienen a llamar a la costumbre poco caballerosa, según ellos, de acudir a los tribunales por frivolidades municipales. No parece sino que desean la política como un pugilismo sin reglas en el que se pueda escarnecer al adversario sin el último arbitrio pacificador y legítimo de la ley. Que sean los plenos una arena de sangre y bocados, con todas las lanzas de la mentira y el acoso, pero que no se vaya luego a los tribunales, que eso es una mariconada. Teófila, en vez de querellarse, que designe un campeón, como si fuera la Elsa de Lohengrin, y que gane el combate la lengua más tajante, pues así funcionan los juicios de Dios. Este medievalismo artúrico que reivindican estos concejales lo que nos descubre, más bien, es la aspiración eterna del político de escapar a todo control y a toda mesura, incluida la justicia. Ya eso de los aforamientos e inmunidades parlamentarias le parece a uno sobreprotección y aristocracia, así que esta protesta de la oposición del Ayuntamiento de Cádiz porque la alcaldesa les ponga una querella resulta ridícula y bacilona.

Pero más que la “judicialización” de la política (cosa que dicha en Marbella, por ejemplo, sería un chiste), a uno le preocupa la politización de la justicia, que sigue siendo una fealdad de nuestra democracia que nadie quiere abolir porque va favoreciendo por turnos a los de un lado y a los de otro. Ya sabemos que a Montesquieu lo ahogaron sus herederos hace tiempo entre códices y leyes felonas, que la división de poderes es una beldad sobrante en este reinado de la partitocracia y que hay que tener jueces contiguos a los políticos y muy amarrados a sus intereses. No hay más que mirar al Consejo General del Poder Judicial, donde los partidos hacen prorrateo de vocales afines en previsión de que un día torcido se encuentren en porfía con la justicia ellos mismos o sus amigos y les toque probar la severa cicuta de los tribunales. Llegado el caso, es prudente y astuto tener a una servidumbre bien entrenada para defenderlos.

Aquella Ley Orgánica del Poder Judicial que hicieron los socialistas ya se saltó bizarramente la Constitución al trucar la forma de distribuir los asientos, pero nadie chistó. Iba convirtiéndose la justicia sólo en el dominio más solemnizado de los partidos, traicionando la entraña histórica de la democracia, y todavía algunos se atrevían a voltear la lógica y argumentar que era normal que los “representantes del pueblo” rigieran los órganos judiciales. Pero el pueblo no son los partidos, hay aquí una metonimia mal puesta y una trampa de demagogia que sigue siendo aprovechada para tapar los excesos que trae siempre el poder como un retumbo. Con una justicia sin independencia, estamos volviendo a las ecuaciones políticas del Ancien Régime, al poder omnímodo y a que el mismo jefe ponga los pies encima de todas las mesas.

No es la “judicialización” de la política lo dañino. No debería ser motivo de protesta que alguien acuda a los tribunales, pues si sus denuncias no son ciertas, nada deben temer los querellados, y si lo son, su actitud sólo refleja miedo a la ley. Sí es un problema grave la politización de la justicia, que las leyes se puedan mirar oblicuamente desde cada sigla y que para esto dispongan hábilmente los políticos a sus peones en semicírculo. Pero está presente, en estas dos vueltas que tiene la frase, la misma aspiración: que la justicia no pueda tocar a los intereses de los partidos, que no tenga tope su brazo jupiterino. Democracia y partitocracia no son lo mismo. A ver si nos enteramos.

 

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