ZOOM · Luis Miguel Fuentes


El ciervo y Scrooge

 

En Málaga, han robado un ciervo luminoso que adornaba una glorieta. Las glorietas, en Navidad, ya no tienen poetas ni generales a caballo, sino un ciervo con la nariz roja de una bombilla haciendo una risa de intermitencia y dulce. La Navidad lo primero que manda es exiliar a los difuntos espadones y escritores de la provincia, muy tiesos de bronce y cagadas, a una pensión con sopicaldo, pues hay que colocar en su lugar un ciervo como un borriquillo feliz y trotador. Se trata de embestir con un bosque de caramelo y una manada de gacelas y percherones todo el hierro de la ciudad, pero alguien, una estatua defenestrada o un ciudadano con buen gusto, ha raptado al cervatillo y lo ha dejado, seguramente, atado debajo de un puente, al lado de un violinista.

A uno le gustaría ver en este robo, más que una gamberrada, una rebeldía estética y un hartazgo de cursilería. Atacar a un ciervo y a sus campanillas como un sacrilegio, profanación gozosa y liberadora. Imaginar, quizá, el ciervo eléctrico en un contenedor, con sus patas quebradas, con un ojo sacado y fundido, placer perverso como el de fantasear con estrangular a esas voces infantiles que cantan villancicos en los grandes almacenes. Este rapto del cervatillo le parece a uno un ataque sofisticado y fundamental, es como robar un cáliz o quemar una bandera, tiene esa eficacia de ir a degollar el símbolo más que la idea, sobre todo porque la gente está siempre más cercana a lo primero que a lo segundo. Más efectivo que clamar contra la ñoñería de la Navidad, es el gesto bandido y cínico de robar un ciervo luminoso y estrellarlo contra una tapia como una vajilla.

Lo malo de decir estas cosas, claro, es que enseguida te comparan con aquel Ebenezer Scrooge de Dickens que tanto nos ponen en estas fechas, como si el que a uno no le guste la Navidad le llevara, indefectiblemente, a odiar a todos los niños cojitos. La simplicidad de la gente les lleva a estas asociaciones y a estas equivalencias torpes: levitar en el espíritu navideño es bondad, chuflearse de este tiempo merengoso, maldad o, por lo menos, amargamiento. Pero uno quiere reivindicar aquí la ternura y la coherencia de este Scrooge, al que, por debajo de la avaricia, se le ve una motivación estética. A Scrooge lo sacaban los fantasmas a ver la nieve y los niños, los pavos o las ausencias de pavos de los demás, su entierro y su soledad, pero es su incapacidad para la generosidad, no su desgana de Navidad, lo que le hace ogro. No soy Scrooge, pero sin duda me siento un poco hermanado con este personaje porque, en estos días, uno se llevaría todo el rato soltando aquello de “paparruchas”, sonoro hallazgo de la traducción.

Una paparrucha y una horterada era ese ciervo, que a lo mejor quería ser reno pero en la fábrica de bombillas no sabían como hacerlo, o lo querían españolizar. Una paparrucha es el kitsch de ese Santa Claus inventado por la Coca Cola, con sus amiguitos rumiantes un poco amariconados, todos con nombre de estilista. Una paparrucha es esa fraternidad blandengue que impulsa a la gente a comprar colonias con lacitos. Una paparrucha es la zambombada y la Nochebuena flamenca que nos preparará Canal Sur, ya lo estoy viendo. Una paparrucha, en fin, es la Navidad cursi con su felicidad borriquil e instituida. Tantas paparruchas, que quizá estaban pidiendo a gritos el rapto de este ciervo de la glorieta, víctima rota con la que alguien, quién sabe, lo mismo estaba reivindicando solamente el derecho a desobedecer a la necedad.

 

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