ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Los catolicismos

 

Por la calle había rondallas, mujeres con pañolón llamando a las casapuertas. Subían por la cuesta de Capuchinos, a la misa del gallo, todas las vecinas del brazo, como en una vendimia alegre. La iglesia iluminada de pueblo y vino dulce, de un Dios que acababan de parir en el barrio con pestiños a los pies, con tortas que llegaban en el cajón de la cómoda desde el horno de Isidro, el padre de Manolo Sanlúcar, Isidro que ya había sacado una guitarra caliente y repartida como otro pan. Lo cuentan mis mayores, que todavía recuerdan los años como liturgias.

Me viene esto a la mente viendo por televisión otra misa del gallo, la del Vaticano, y a ese Papa que habla con un retortijón de latín y vejez, encogido como si le hubieran extirpado un riñón de teología. Es que siempre ha habido una Navidad de oro y columnas salomónicas y otra de anís y frío. Es esa distancia que tienen los diferentes catolicismos, la que hay entre la Plaza de San Pedro y un patio de vecinos, la que hay entre ese Escrivá de Balaguer que canonizan ahora como a un pariente del Banco Vaticano y el San Pancracio con el perejil que pone el parado. Es una habilidad de esta religión haber sabido extender su tesitura por todas las anchuras del dinero, del poco y del mucho, poniendo su santo y su rezo a cada clase y a cada centena de millar.

Esta canonización de Escrivá de Balaguer no nos sorprende, dada la amistosa relación entre el Vaticano y el Opus Dei. Lo de buscarle un milagro no ha sido más que trabajo de oficina, pues desde aquella sensatez que escribió Hume refutando lo milagroso, sabemos que son cartón y tramoya, no más que un Deus ex machina, como aquellos olímpicos que salían traqueteando de poleas en las óperas de Monteverdi. Es curiosa la manera de razonar de los peritos vaticanos en este “milagro” del hombre que se curó inexplicablemente. Lo de “inexplicable” ellos enseguida lo convierten en “con la explicación que nosotros digamos”, y se quedan tan a gusto.

Parece buena época ésta, la Navidad, para una reflexión sobre el dinero y la religión. Lo de Escrivá de Balaguer ha sido la conciliación finalmente rubricada entre el capital y la teología, pues el hallazgo de este nuevo santo fue saltarse aquello del rico, el camello y el ojo de la aguja (palabra de Dios) para decir que el rico también puede ser buen cristiano sólo con un rosario muy sentido y una esposa que haga punto. No quiere entrar uno en debates franciscanos, pero desde sus inversiones o especulaciones varias (recuerden Gescartera) hasta la nueva aureola que le pagan a Escrivá de Balaguer, la Iglesia Católica no ha hecho más que acomodar la religión de parias que es en origen el Cristianismo a sus voluptuosidades de ropones, millonadas y sacros imperios.

El otro día, hablándonos el maestro José Antonio Gómez Marín, se maravillaba éste de la fuerza y la durabilidad del mensaje de Jesús. Pero es que lo que decía el galileo es muy vendible. Relean las Bienaventuranzas, el más fructífero ejercicio de marketing de la Historia. Atraer a toda la masa de desheredados, miserables y sufrientes, decir que de ellos es el Reino de los Cielos, es tener con uno todos los brazos de la numerosidad y su hambre. Añadir, luego, un proselitismo capaz de convertir al Imperio, sumarle la fuerza de la espada, avenir el dinero y los ejércitos con los Evangelios, y ya está descrita toda la invencibilidad del catolicismo. Los catolicismos, mejor dicho, el del pescador que iba a la misa del gallo, como mi abuelo, y el del banquero que lleva a su hijo a las universidades bendecidas por un Dios aburguesado. Catolicismos que quieren ser uno sobre el Gólgota de la espalda del Papa, acribillada de cruces y vértebras, y que sin embargo son muchos. Incongruencia sólo concebible en el enredo de la doctrina católica, que hace tiempo que tiene a Jesús, a la vez, como dios que lava los pies y como contable de las monedas del César.

 

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