ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Los herederos

 

Andan ya las viudas y los parientes de Cela peleándose por el cadáver grande del Nobel como por un galeón tumbado y riquísimo. Cela es un muerto en usufructo, quieren sacar renta de sus novelas grandiosas y de sus pedos famosos, su tumba es una finca y su nombre una multinacional donde proyectan despacho sus mujeres de diferente rango, sus hijos y nietas despreciados, el alcalde del pueblo y hasta su barbero. El genio vivo, y más el genio muerto, es un pan eterno para los contiguos y un palacete para los arrimados. Hay quien va a tener a Cela como profesión para el resto de sus días, pues un gigante como él da para muchos cuervos y para muchas plañideras. Ser velacadáveres es carrera prometedora a veces, y la papada de Cela, que era como la gorguera de quevediano que le fue creciendo, va a tener el fin inmerecido de alimentar a tandas sucesivas de mediocres.

Lo dice Joaquín Sabina en una de sus canciones con testamento, pidiendo antes, con su cínico dandismo, “perdón por la tristeza”: “Para que mis allegados, condenados / a un ingrato futuro, / no sufran lo que he sufrido, he decidido no dejarles ni un duro, / sólo derechos de amor, / un siete en el corazón y un mar de dudas / a condición de que no / los malvendan, en el rastro, mis viudas”. Hay que adjudicarle a Sabina, más muerto que vivo según dice él mismo, gran sabiduría sobre la muerte y las rapiñas de la fama, y esta lúcida sentencia nos lo confirma. Pero Cela a lo mejor no escuchaba a Sabina y por eso, con su descuido de morirse, anda el rastro llenito de todo lo que había en sus cajones y su barriga, con su peso de muerto en prorrateo, con sus palabras como el calcetín lleno de billetes que encontró alguien.

Muertos gloriosos y municipales; muertos con fama ya de muertos, antes incluso de palmarla; muertos con casa museo y una carroza negra siempre por la calle; muertos explotados por burócratas y amancebadas; muertos que inspiran discursos a los concejales, conferencias a los sobrinos, tratados sobre cómo se comía los chorizos a los vecinos; muertos para poner en las plazoletas, como una cruz de mayo vivísima; muertos para que otros vivan, engorden o cacen votos; muertos con todo su genio empeñado en las hipotecas y en las fundaciones. Tenemos aquí, muy cercano, el despojo que hicieron de Alberti, Alberti firmando cosas ya con la chochera, y luego, ya muerto, convertido en Alberti S.L., con su poesía como un subtotal, descuartizado por sus enlutados, accionista de sí mismo. Hay muertos a los que se les desentierra pronto o tarde para hacerle otro ataúd más sólido en una caja de caudales, en un mueble de oficinista o en el sagrario que tiene el político al lado del armarito de los licores. Como se ha hecho con Lorca, como se ha hecho con Cernuda, que ahora anda en sus cumpleaños de muerto y organiza partys para los consejeros de la Junta.

El genio no debería criar familia ni buitres. El genio no debería dejar nada a repartir, más que el monumento vacante de su genio. El genio debería dejar sólo su grandeza desasignada y en pelota, sin beneficiarios ni firmantes ni lacayos, pues después su gloria termina convirtiéndose en bisutería, en memoria subvencionada y en cargamento. Cela, qué gigante, qué genio, ahora mordisqueado por todas sus arañas. En el café de doña Rosa, el mármol de los veladores era una lápida dada la vuelta. Zampar, charlotear y soltar duros sobre una tumba, eso mismo es lo que están haciendo ahora con Cela. Como con todos.

 

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