ZOOM · Luis Miguel Fuentes


La castidad

 

El cura con pendiente, el cura como un heavy con clergyman, el cura gay que se lo hacía con sus novios para mayor gloria de Dios. Aparte la crónica rosa, la osadía de este cura Mantero, entre libertario y disc-jockey, ha sido sobre todo un reventar de símbolos. A una religión cuya base teológica es ignorada por sus fieles sólo le queda la propaganda del símbolo y la tradición, más la falacia conativa de sentir a su Dios y a su Cristo en una punzada del pecho. Hay quien cree en Dios a través del gregoriano, el románico y los osarios, que se inventaron precisamente para eso. Un cura marchoso, desmonjizado, con mancebo y camiseta de Iron Maiden, lo que hace es destrozar ese cortinaje de recogimiento y ese ascetismo levitante que es lo que mantiene, más que la teología, a sus santos y a su negocio.

A uno, que está muy lejos del catolicismo, le importa que un cura sea homosexual más o menos lo mismo que el que una monja vaya en sidecar. Hace tiempo que uno dejó de intentar comprender por qué los dioses se iban a preocupar por la gimnasia sana del sexo más que por las digestiones de los pobres mortales. Pero no es preocupación de los dioses, sino de los que los inventan: la mentirosa separación entre mundo terreno y mundo divino, entre materia y espíritu, lleva a despreciar todo lo que ata a la carne y aleja de la transparencia y las alas de su imaginada espiritualidad. La moral como “contranaturaleza”, que decía Nietzsche, es lo que ayuda a escapar de la “cárcel del cuerpo” pitagórica y a llegar a esa inmortalidad y esa santidad bovinas y flotantes.

Hable o no con Ana Rosa Quintana, este párroco díscolo y algo locuela quizá se ha dado cuenta de que su sexo no interfiere para nada en su religiosidad, que el mensaje fundamental de Cristo no se estropea por el polvo con un camionero, pues hay otros valores superiores. Los que critican que este cura haya salido como una vedette a declararse homosexual practicante, los que argumentan que tiene que apechugar con las reglas y que nadie le obligó a ser sacerdote, no ven el fondo de su motivación: que lo que haga uno con sus orificios y sus ganas no mancilla la labor sacerdotal ni el cimiento del Cristianismo, y que la Iglesia Católica se está equivocando con su obsesión por el sexo, la misma Iglesia que defiende guerras santas e inmoralidades mucho más devastadoras.

A uno le preocupa bastante más la hipocresía de los obispos y las burradas que han dicho: que Mantero es “un grano que supura” o que la homosexualidad es una “enfermedad”, un “defecto” o un acto “contra la naturaleza”. Pero el ser humano tiene que ir siempre un poco contra la naturaleza, pues si no seguiría encaramado a los árboles. El hombre está midiéndose constantemente con el universo y con sus confinamientos, desafiándolos, superándolos y embelleciéndolos, y esto es lo que nos hace humanos, precisamente. También va contra la naturaleza (y contra la razón) aquello de la transubstanciación o que se aparezcan Vírgenes como telefonistas.

Pero no es la homosexualidad activa de Mantero lo que les fastidia, pues es viejo pecado del gremio y por eso a los curas que magrean monaguillos les tienen preparadas silenciosas clínicas de rehabilitación. Es el hacerlo público, y, sobre todo, querer empezar desde dentro una lucha contra una moral enferma y sin sentido. El celibato era en los primeros tiempos de la Iglesia no más que una opción y una costumbre, legado seguramente de los esenios, y que se sólo se reguló en el siglo XII, en los concilios de Letrán. Aun así, parece que fue más para que una Iglesia de obispos y papas como sultanes no tuviera que vérselas con herederos que por buscar la “virtud”. Hasta San Agustín lo escribió en sus Confesiones: “Concédeme castidad y continencia, pero no ahora mismo”.

 

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