ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Multiculturalismo

 

La niña con su velo o envoltura de cosa, la niña a la que su dios pudoroso no le deja hacer flexiones ni ver crucifijos, la niña a la que querían vender por un puñado de cabras o millones. Los roces de lo que llaman multiculturalismo nos llegan últimamente con mujeres asustadizas, encajonadas y silenciosas. El Islam es una civilización macho, pero está haciendo su guerra más efectiva contra Occidente sacando a sus hembras como vanguardia, la lanza que es la vergüenza de la mujer, que en realidad es la vergüenza de su hombre, que la posee como a un camello bellísimo.

El multiculturalismo todavía no se sabe muy bien si es poner una tetería o dejar que crezcan aquí harenes y pedregales para la lapidación; si es aquella contaminación amable de danzas y dunas que cantaba Pedro Guerra o la derrota de todos nuestros logros éticos para aceptar simpáticamente la esclavitud o el canibalismo. Seguramente, Mikel Azurmendi se refería a esto último cuando dijo aquella frase desafortunada e inexacta: “El multiculturalismo es una gangrena para la sociedad”. Hay un mito como andalusí que cree en la convivencia libérrima de credos, culturas y códigos éticos disparejos, pero eso ya no es posible. Esto servía cuando todos los dioses eran igual de salvajes y el que no cortaba una mano o apedreaba a una esposa, prendía en la pira a una bruja, pues el pecado arde muy bien. Pero el Renacimiento convirtió a Dios en una escultura, la Ilustración lo transmutó en una fórmula, Nietzsche acabó descubriendo su cadáver y aquí terminamos laicos y un poco ateos. Cuando una civilización ha encontrado una ética humanista sin ángeles que la guarden, la otra civilización vecina y teocéntrica que antes se diferenciaba sólo en la manera de ejecutar a los herejes, deja de ser posible dentro de la primera. Así, el multiculturalismo hoy sólo puede ser el permitir que cada cual rece para donde quiera, vista las ropas de sus antepasados y baile o ayune como le venga en gana, pero sin aceptar sus crímenes y esclavitudes, por muy sagrados que les sean a ellos.

El hiyab de Fátima, aun siendo un símbolo nefasto como lo sería una argolla en el cuello (algunos graciosos dirían entonces que es lo mismo que un collar de perlas), quizá no pasa de la anécdota, pues lo importante está en educar a la niña para que comprenda que si quiere puede quitárselo sin que nadie vaya a lapidarla por eso. A la otra niña, saltar el potro le parece como llegar al colegio en braguitas, pero seguramente pronto se dará cuenta de que no pasa nada y ella misma se rebelará contra su padre cuando quiera salir de marcha con las amigas. Es la libertad para hacer esto lo que debe garantizar el Estado, encargándose de anunciar que una paliza a la esposa que enseña el tobillo o a la hija que no quiere venderse por una dote, llevará al padre o al marido, tan piadoso, ante los tribunales.

Hace poco, Gabriel Albiac nos anunciaba en toda esta problemática la antesala de la clitoridectomía por la Seguridad Social y del integrismo subvencionado, pues en Francia se empezó igual y se llegó a discutir si la ablación genital era un “símbolo cultural” respetable. En España, donde esto nos está llegando más tarde, tenemos que tener claro que el multiculturalismo no puede hacer su isla en los derechos humanos, que el respeto a las otras culturas debe tener el techo de la ley y que ni Alá ni otro dios viejo pueden venir atando mujeres, arrancando lenguas y vendiendo hijas, aquí donde todas las divinidades se arrodillan ya ante el ser humano libre. Si no, estaríamos criando guetos y tribus y quemando nuestro contrato social ante los que no lo tienen porque no conocieron ni a Rousseau ni a Locke ni a Hobbes. Nuestra sociedad puede ser tan abierta que hasta consienta retazos de Edad Media. Pero que se queden en el rezo en casa y en el folclore. El multiculturalismo no es dejar que pasen a cuchillo a los inocentes, aunque sea el cuchillo silencioso de la humillación.

 

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