ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Ciento volando

 

Mi amigo Luis, del bar Kábala, que es buen ponedor de cubatas y mejor sabiniano (de Joaquín Sabina, por supuesto), me ha regalado los sonetos sentimentales y canallas del de Úbeda, un libro negro, vertiginoso, volador hasta en el nombre. Ciento volando, de catorce, se llama, recordando a lo de Celaya, pero en más golfo. Como dice en el prólogo Luis García Montero, Joaquín Sabina es un poeta que se metió a cantante, pues seguramente sabía que la guitarra es mejor harapo para la rebeldía y la contestación que la pluma pura, que igual te deja en bohemio toda la vida que te convierte en burgués y en gordo, comiendo de dar conferencias en las que no dejan fumar canutos. A Sabina le han salido siempre unos poemas musicados y una música para leerle la poesía, así que este libro tenía que llegar a poco que tuviera nuevamente un día de juventud, de guitarra con gripe o de voz con la cuerda saltada.

Es éste un libro de sonetos que, antes que nada, nos revela el clásico que es Sabina, muy leído de San Juan de la Cruz a pesar de ese disfraz de Anticristo flaco de las vanguardias, de hereje crucificado con las manos en los bolsillos, que le gusta ponerse rematado con un bombín. Pero San Juan de la Cruz era en el fondo un rijosillo que confundía a Dios con una molinera, y esa santidad de pecado y esa mística de la carne gloriosa se le ha pegado a Sabina, junto a un Quevedo redescubierto en güiscazos que le afila las imágenes y le encabalga sus ironías. La ronquera de Sabina es por la gorguera, ya lo sabíamos, sólo que en este libro se la pone como nunca en público y nos da ese barroco tirado en la cama que se levanta para mear entre verso y verso, como un genio con las calzas bajadas y la picha fuera.

De la ternura incélibe, del amor y la derrota, de los puercos moralizantes, de la noche como un tranvía que pasa largamente, de los siglos de Roberto Alcázar y Pedrín amariconados, de las putas santas y sabias, del sexo en un ascensor y en un bizcocho, del amanecer como una vecina que te enseña las bragas, de las brujas con bonobús y crecepelo, de la ausencia que se lleva en los relojes, de las barbas de barriga de Crahe, del soldado que besa al coronel por ser patriota, del volumen fuerte y dulce y cruel de los desnudos, de los toreros bandoleros o pintores, de la muerte que guarda el orinal con sus miserias, de la vida que se va a joder con la Magdalena, de la palabra que se pone en pie sobre los hombros... De todo esto habla Sabina en sus sonetos, o se lo imagina uno a partir de sus sonetos, que es lo mismo. De este libro, yo me quedo con sus benditos malditos y malditos benditos, mejoramiento tardío y lucidísimo de las bienaventuranzas de aquel carpintero que se equivocó tanto: “Benditas sean las bajas pasiones/ que no se rajan cuando pintan sables/ los labios que aprovechan los rincones/ más olvidados, más inolvidables. / Bendito sea el libro de la calle, los viejecitos verdes con petaca/ las medias de costura, qué detalle,/ los quitapenas que dejan resaca”. O: “Malditos sean los bobos con medalla, /los probos ciudadanos, los chivatos/ los candidatos (cierra la muralla), / los ascetas a dieta de tres platos, / los ungidos, los líderes en serie, / los que tiran penaltis de cabeza,/ los que ignoran la voz de la intemperie, / los que adoran al dios de la certeza”.

Sabina, con el susto de un infarto cerebral, como un Marichalar preferible, nos ha dejado todos sus estupores en sonetos, este libro bellísimo que ahora descubro y que pudo ser póstumo a poco que la suerte hubiera estado cachonda ese día. Deja el alcohol, la coca y hasta las titis, coño, Sabina. No se pueden morir, así como así, los poetas.

 

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