Luis Miguel Fuentes

2/01/02

REPORTAJE

El euro llega despacio

La peseta reinaba ayer todavía en las tascas, en las panaderías, en los taxis, en los restaurantes con camareros alborotados como corredores de bolsa. La nueva moneda ha llegado despaciosa e incrédula, sin felicidad y sin fiesta


LUIS MIGUEL FUENTES

— ¿Cuánto es?
— Veinte duros

Es 1 de enero, casi diez de la mañana. El euro que llegaba volando, que aparecía en las televisiones proyectado sobre los edificios, anda todavía en la calle desparecido, y cuando lo mencionan entre bromas los primeros hombres de coñá y anís, suena con un deje extranjero y receloso. En el bar Las Dos Puertas, Riscalt recoge de la barra los veinte duros del café. La foto de un Manolo Sanlúcar jovencísimo y como yeyé, los carteles de corridas de Curro Romero, Limeño y Rafael de Paula, la Virgen del Rocío como una Isabelona, una foto de un gallo que parece beber manzanilla, todavía no han visto la nueva moneda.

Nada parece haber cambiado, y el terremoto festivo que sacude Europa es allí un Nodo forastero y una chifladura de banqueros. “Desde las nueve y media que hemos abierto, nadie ha venido con euros, aunque tengo cambio preparado”, dice Riscalt, apuntando con tiza en el mostrador las cuentas, todas en pesetas aún. Los clientes, amanecidos temprano con su costumbre de campo, bromean: “Quillo, ¿tú no has sembrado euros?”. Alguno confiesa que todavía no los ha tocado: “No tengo ni uno, pa qué te voy a engañar, ni los del monedero ése, ni los he visto, estoy más pegao...”. “Aquí hay muchos analfabetos y va a haber problemas”, se lamenta otro. Las monedas de veinte, de cinco duros, que ya nos quieren poner como una antigüedad numismática, igual que si fueran reales, siguen golpeando el mostrador, y alguien pone una baraja sobre una mesa como una última rebeldía de nostalgia y españolidad.

En Sanlúcar de Barrameda, ciudad que decía la Caixa que era la más pobre de España de entre las de más de cincuenta mil habitantes, hay un día nublado de euroescepticismo. En los bares desayunan los supervivientes de los cotillones, chicas con su frío de tacón y chal, chicos con su única corbata salpicada, jubilados con todo el monedero lleno todavía de la calderilla de la difunta peseta. Se pagan pesetas y se devuelven pesetas. “Estoy solo, no me puedo entretener en devolver euros”, dice el dueño de un bar entre silbidos de la cafetera. “Cuando venga mi hija, se pondrá ella con las cuentas, pero casi todo el mundo está pagando en pesetas”. Muchos, que compraron el euromonedero como una curiosidad, todavía no han hecho uso de él. Otros, cuentan su primera experiencia con el euro, un tanto escamados: “Hemos pagado en una venta con pesetas y nos han dado el cambio en euros, pero todavía no estamos seguros de que nos lo hayan dado bien”, dice una mujer que saca unos billetes y unas monedas de euro e intenta hacer la cuenta sin mucho éxito. “Me parece que no nos lo ha dado bien”, concluye, dando vueltas todavía a los céntimos.

En la taberna irlandesa Central Station, que pertenece a un hotel, un cliente acaba de pagar el desayuno en pesetas. Charo, Lola y Cristina, las tres camareras, se vuelcan sobre una calculadora grande y como espacial, y parece que intentaran descifrar un jeroglífico. Le explican la operación al cliente: “Han sido 350, ha pagado con 5000, el cambio son 4650, que son 27,95 euros”. “O 28 y el pico para el bote”, bromea una. Pero el cliente sostiene el billete de veinte euros como si le hubieran dado dinero del monopoly. “Hemos tardado más en darle el cambio que en ponerle el desayuno —comenta una camarera—, y ahora hay poca gente, pero cuando esté la cafetería llena, va a ser un lío”. “Esto es una locura, estoy atacada”, dice una señora. “Tendremos que llevar dos bolsillos cargados, uno de pesetas y otro de euros”, se lamenta otro.Unos clientes del restaurante Los Corrales, que está atestado, se sorprenden de que “han tardado más de diez minutos en ajustarnos la cuenta”.

Erguido en mitad de la Plaza de San Roque, una pequeña construcción octogonal que es un quiosco con más de cincuenta años, aunque fuera construido en 1989 como urinario público, recibe los diez duros de un cliente por dos cigarrillos “chéster”. “Yo no lo veo difícil —asegura el dueño—, aquí están pagando en pesetas la mayoría, y alguno en euros, y sin problemas”, y muestra una tabla de conversión que ha escrito a mano sobre un cartón con una letra de antes, como de colegio marista o así. “Un chicle, por ejemplo, serían 3 céntimos”, dice satisfecho.

En la Barbiana, un local típico en la Plaza del Cabildo, el dueño habla por encima de una fuente de langostinos, calculadora en mano. “Aquí hay quien ya ha pagado en euros, aunque la mayoría está pagando en pesetas. Pero el que paga en pesetas y se le devuelve en euros, todavía muestra desconfianza, cuenta la vuelta, mira las monedas”. Efectivamente, un cliente revisa el cambio, esparciendo las monedas sobre la mano, reagrupando las que tienen un brillo cobrizo y las que tienen un brillo dorado. En otros establecimientos, como en Mi Tate, especializado en desayunos, todavía no tienen euros para cambiar. “Si nos pagan en euros lo admitimos, pero devolvemos pesetas, porque todavía no tenemos”. Muchos comerciantes se quejan además de que los bancos les han proporcionado pocos euros, y que, para el cambio de billetes grandes, no disponen de suficiente.

En Sanlúcar no ha abierto ninguna sucursal bancaria el día de Año Nuevo, pero la mayoría de los cajeros dispensan ya billetes de la nueva moneda. Los recién levantados quieren bautizarse de euro, se acercan al cajero con cierta emoción infantil, sacan y cuentan los billetes, sorprendidos como si les llegaran de un naufragio. “Es la primera vez que saco euros, quería verles la cara”, dice un joven. El cajero ofrece las cantidades en euros con la equivalencia en pesetas entre paréntesis, y luego escupe unos billetes temblorosos de novedad, billetes que tienen algo de saludo y de desafío. Otro, en cambio, comprueba decepcionado que el cajero de su banco sigue dando solamente pesetas, y recoge los billetes de 2000, de un rojo antañón, como una carga de la tendrá que deshacerse, moneda moribunda, fea y conocida.

El euro ha llegado, pero despacioso y incrédulo, sin felicidad y sin fiesta. La peseta, en este primer día, reina todavía en las tascas, en las panaderías, en los taxis, en los restaurantes con camareros alborotados hoy como corredores de bolsa. “Lo mejor hubiera sido quitar las pesetas del tirón, porque lo lioso es manejar las dos monedas a la vez”, comenta la gente. Habrá que esperar unos días para que el viejo marinero o el viejo labrador vayan a por el primer vasito del día con los 60 céntimos preparados. Todavía, pagar la copa de Faraón en euros les parece una cosa rimbombante, extraña y afrancesada.


"El euro me va a destruir la vida"

“Estoy llorando como si me hubieran fusilado a un hijo, mi vida la va a destruir el euro”. En realidad, Matilde a pronunciado “el lulo”, no “el euro”. Sentada detrás de su carrito de chucherías, gominolas y juguetitos de plástico, Matilde tiene en el primer día del euro los ojos enrojecidos y llorosos. El pelo completamente blanco y una rebeca escasa en la que intenta resguardar un cuerpo grande y matriarcal, le acentúan la tristeza y la indefensión.

Matilde, de 74 años, lleva más de cincuenta con su carrito de chucherías. Hasta con una pierna rota han visto a Matilde atender su pequeño negocio, que es todo para ella. “Yo no entiendo nada del lulo, voy a vender lo que me queda en este mes y luego dejo el carrito. Yo soy analfabeta, no sé leer ni escribir, ajusto las cuentas como las viejas, contando con los deos. Yo he mantenido a ocho hijos chicos, pero con esto no voy a poder. El lulo me va a quitar de mi carrito, y la paga que me dan no es nada”.

Matilde baja la mirada, cobra un cigarrillo, cinco duros que Matilde no tiene ni idea de cuántos euros pueden ser. Pero dentro de dos meses, ya no podrá cobrar esos cinco duros. “¿Para qué ha hecho esto el gobierno? —se queja— Cuando Aznar vaya al Coto [de Doñana], se lo voy a decir, que una hermana mía es cocinera en el palacio”, dice ingenuamente. Matilde representa lo que la propaganda oficial del euro oculta: que hay personas que nunca serán capaces de adaptarse. Matilde se queda en su quiosco, derrotada y lacrimosa, y al periodista se le parte el corazón cuando, al despedirse, le dice de lejos, casi suplicando: “Pon esto en el periódico, muchacho, a ver si quitan lo del lulo”.


 

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