Luis Miguel Fuentes

10/03/02

REPORTAJE

CÁDIZ DERRIBA SU MURO FERROVIARIO / CONCLUYE UN PROYECTO UNICO TRAS AÑOS DE OBRAS Y MOLESTIAS

La fiesta del soterramiento

La desaparición de la vía del tren un las dos 'orillas' de Cádiz para hermanar a una ciudad dividida durante décadas por miles de raíles


LUIS MIGUEL FUENTES

CÁDIZ.- Cádiz dividido, fronterizo con él mismo. La cuchillada insistida y rapidísima del tren amputaba cada día los mismos barrios y la vía era ese costurón que tenía Cádiz de tanto partirse por el mismo sitio. La vía dejaba a Cádiz como dos ciudades mirándose por encima de muros, tendederos y pasarelas, con todos los vecinos como berlineses. A un lado, la entrada de Cádiz, la Avenida, el Paseo Marítimo, con bancos y aseguradoras; al otro lado, Loreto, Puntales, el Cerro del Moro, con panaderías y tapias. Daba pereza y vergüenza pasar de un mundo a otro, trabajarse las rampas cansadísimas de los puentes, caminar buscando los pasos a nivel de la calle Trille o de la Avenida de Portugal, arriesgarse a usar los boquetes que habían hecho los chicos en el muro para cruzar sobre las traviesas, los cristales de botellas y los fantasmas de los atropellados. El tren había conseguido que una mitad de Cádiz fuera un arrecife aislado y supletorio, empobrecido y abodegado.

El soterramiento de la vía en Cádiz era más que una infraestructura, era un reencontrarse la ciudad y un descubrir a un hermano perdido al otro lado. El soterramiento, tan emblemático y liberador como el puente de Carranza, insisten los políticos. Un soterramiento épico, con miedo siempre de encontrar el mar o a un fenicio, que es de lo que está hecha la entraña de Cádiz, de agua y ánforas; una obra que libera suelo, otorga una nueva entrada a esta ciudad estrecha y atascada y le abre los cielos desde abajo. Después de 28 meses de molestas obras, el soterramiento, esa pirámide subterránea de Cádiz, se inauguró el viernes. Volvió a ir el tren de Cortadura hasta la Plaza de Sevilla, pero por primera vez enterrado y discreto, sin hacer temblar los pisos ni asustar a los perros, por un abajo moderno y limpísimo. Mientras, arriba, en lo que será pronto la Avenida Juan Carlos I, siguen el albero, la grava, las excavadoras tendidas, las gavillas apiladas, y asoman sus lomos de piedra y perpendicularidad las tres estaciones intermedias, Estadio, Segunda Aguada, San Severiano, que ya conforman un pequeño Metro de Cádiz, y que en el día de la inauguración están muy ajetreadas de barrenderos, peritos y mayordomos.

La celebración, verbena o bautizo se ha organizado en plan vía crucis festivo desde la estación de Cortadura hasta la nueva estación término, en un tren de cercanías que ha estado durante horas sometido a manguerazos y fregoteos, con esa impecabilidad de todos los operarios ante la proximidad de ministros o prebostes, y que luego se olvida con el público, pues entonces ya no importa. Frente a la estación, han instalado una carpa alfombrada donde forma un batallón de azafatas. No es para menos, pues debe llegar el triunvirato de inauguradores, a saber, el ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, el presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, y la alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez. Pero no sólo eso, sino que están invitadas todas las fuerzas vivas de la comunidad: concejales, junteros de diverso rango, el incomparable presidente de la Diputación de Cádiz, Franquito Román, además de empresarios, aláteres, el obispo con un crucifijo inmenso y ostentoso en el pecho, militares varios, incluidos mandos de la Guardia Civil con tricornio de gala y un coronel con bigote y talante enteramente prusianos. La gente, una hora antes de que lleguen los peces gordos, anda recolocándose las corbatas y preguntando si el traje le queda mejor abierto o cerrado.

los audis, mercedes y bemeuves que llegan no caben entre los conos que han puesto a la entrada de la explanada, y se bajan señoronas con pelo a lo Isabel Tocino o poderosos varones con trajes pulcrísimos, todos orondos de importancia y coleguismo. El soterramiento era algo para abrir el Cádiz más oscuro y pobre, pero no parece que haya mucha gente allí de Puntales o de la Barriada de la Paz, sino más bien toda esa corte tirando a rancia y a pelota que es la que se suele llamar para estas cosas. La llegada de Teófila Martínez, Álvarez Cascos y Manuel Chaves crea mareas de saludantes, soponcios de adulación, codazos por dar la mano. Los políticos, como en todas las inauguraciones, están triviales y alegres, saciados y concurridos. Teófila está exultante y algo niña, y Álvarez Cascos, rápido y feo. Chaves, serio y rodeado, les da la mano sin mirarlos mucho. El soterramiento ha sido posible por el dinero a trío del Ministerio, la Junta y el Ayuntamiento, así que hay que mantener ese lazo fugaz por unas horas. En la carpa, un técnico se lía un poco y se extiende en datos que nadie quiere escuchar, mientras las tres altas figuras posan escoltadas de banderas. Luego, los tres descubren un como mojón en la estación. “¿Nos damos la mano?”, pregunta Teófila. “Venga”, concede Chaves con una pequeña duda que quiere ser una ironía. Hay aplausos y luego todos corren para coger los mejores sitios en el tren.

Hay en el primer vagón un murmullo de embeleso cuando Cádiz queda en lo alto y aquel soterramiento, que era un mito como una tumba, se ve ya en su realidad de hueco, movimiento y negrura. El tren va despacio, y es como si se recreara en ir respirando la víscera caliente y sin explorar de Cádiz, abierta y sangrante en su virginidad. El túnel es como un vial de plástico y tiene focos blancos y naranjas, focos donde alguna mano ha hecho ya pintadas con letras picudas de un verde desvergonzado. Por ahí, en esa pintada y esa la invasión, se nota la primera presencia del pueblo como una advertencia a la élite que estrena la obra. En cada estación, que es de un metal rojo, de un rojo gris, de un gris de pecera, con el suelo húmedo de recién fregado, bajan los inauguradores y el cortejo de figurantes, suben al nivel de la calle, se descubre la placa con los curiosos fuera, pegados a los cristales, y vuelven al tren. Así tres veces.

Después de la estación de San Severiano, regresan el cielo y la luz de día y aparecen los gaditanos aplaudiendo desde las murallas. Por fin, la estación término, marquesina altísima, reflejos de acero y de verdes oceánicos, la nueva estación que está delante de la antigua, que ya es sólo un palomar inmenso y un apiladero de traviesas que dicen que terminará en hotel. Camareras como mucamas, mesas con un floripondio tieso y grande, y otra vez la comitiva de políticos y discípulos. Chaves, Teófila y Álvarez Cascos brindan con fino, y la alcaldesa se disfraza de jefe de estación, con gorra y bandera roja, con una pose que durante un segundo espeluznante le da algo de bailarina de strip-tease. Álvarez Cascos no se puede resistir y también toca un silbato. Canapés, corrillos, Teófila y Cascos firmando autógrafos, una mujer que le pasa a Chaves un sobre con mucha reverencia (¿alguna recomendación, algún “qué hay de lo mío”, quizá?), Rafael Román en conversaciones de costurera, declaraciones nada originales y todas las azafatas con dolor de pies.

La fiesta del soterramiento, Cádiz empinado y celebrante, pues hay razón para ello. Seguramente, el día hace perdonar la horterez y el amaneramiento de estos actos. Pero Cádiz respira más y se ha redescubierto en barrios y en actividad. Ahora, a esperar el segundo puente sobre la Bahía, que es la otra pirámide que le falta a Cádiz.

"Desde aquí se ve ya el mar"

El soterramiento ha devuelto movimiento y luz a los barrios apartados por la vía,  aunque haya habido que soportar las incomodidades de la obra más de dos años. Francisco y Loli son un matrimonio de mediana edad que ha vivido el soterramiento en primera fila, desde su piso en Loreto, justo al lado de las obras. “Somos ‘sufridores del soterramiento’ –dice Francisco, bromeando—. Desde las 8 de la mañana escuchando máquinas, y por la noche, a veces hasta las 2 ó las 3, y luego la casa llena de polvo, de tierra, de fango...”. “Mi hijo tenía que estudiar con tapones en los oídos”, cuenta su esposa, Loli. No obstante, los problemas están olvidados. “Ha merecido la pena, --dicen, satisfechos—. Antes, para pasar, había una pasarela con ocho rampas, y eso era un problema para las personas mayores. Ahora lo vamos a tener bonito, y la vida que le ha dado a esto. Mira, desde aquí se ve ya el mar...”. Es cierto. Sin la vía y sus muros, la playa se ha acercado, estando donde siempre.

Antonia habla en su portal, sin soltar las bolsas de la compra: “Esto era una zona marginada, mi hija se echó un novio de La Laguna [zona de la Avenida] y la madre decía: uy, de Loreto... Cádiz estaba dividida entre ricos y pobres por la vía; ahora, ya no vamos a ser más los pobres de Cádiz”. En un mercado en el Cerro del Moro, Pepi comenta que “el soterramiento va a servir para mejorar esta zona” y para que “venga más gente”: “Cuando estaba el puente –dice— nadie pasaba de la Avenida aquí”. En la calle Trille, donde había un paso a nivel, se forma un corrillo muy animado alrededor de un quiosco: “Ahora puede que haya menos coches –opina Vicente—, porque el tren va a ser casi un Metro”. Ricardo apunta también que “Cádiz necesitaba otra avenida, que sea otra entrada”. La guasa gadita la pone Manolo “el Holandés”, que se acerca para rematar: “Nos han quitado Astilleros y Tabacalera, y han puesto el tren ‘enterrado’ para que eso no nos lo puedan quitar”.

 

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