Luis Miguel Fuentes

23/09/01

PRIMER PLANO

LAS RESPUESTAS. La base de EE.UU. en Cádiz ha instalado rigurosos controles a sus puertas, aunque ha regresado el personal civil / Los ciudadanos, acostumbrados a estos despliegues, muestran calma


La guerra tranquila

LUIS MIGUEL FUENTES

Rota, su base militar como una barcaza de tierra que se mueve con todas las guerras. Rota se comunica con los continentes más lejanos y con las explosiones del mundo, que le espantan aviones, que le agitan barcos. Cada pisotón remoto de la guerra provoca un zafarrancho en Rota y despierta a los soldados y a los taxistas. El derrumbe de las Torres Gemelas, el crujido del Pentágono, la oleada terrorista sobre una USA atónita, llegó a Rota como a Brooklyn. La base aeronaval de Rota se prepara para una guerra incierta, va haciendo acopio de combustibles y misiles. Pero Rota está acostumbrada a estos despliegues y la ciudad está tranquila e irónica.

Sufrieron los ruidos de Libia, la Guerra del Golfo, Kosovo... Los cazas despegando y las flotas multiplicándose son distracción para los chiquillos y clientela para los bares. En Rota, se ríen de los forasteros que vienen a preguntar por una Guerra Mundial y que ven presagios en cada avioneta: “Qué guerra ni guerra”, dice un joven. “Aquí estamos como siempre”.

Después de que en los primeros días tras el apocalíptico ataque al corazón del Imperio se prohibiera el acceso a la base aeronaval de Rota a todo el personal civil, los trabajadores vuelven a sus puestos. Pero ahora los soldados de guardia apostados en el control piden todos los papeles, tanto al entrar como al salir. Ahora la base está en lo que se llama “condición Charlie”. Se ha recomendado a la tropa evitar desplazamientos innecesarios fuera de la base y se han incrementado las medidas de seguridad. Dicen que aquel martes infame no dejaron entrar ni al alcalde, hasta que lo llamó un almirante.

En el acceso a la base desde Rota hay una bandera española deshilachada, pálida y algo vergonzante, como si la hubieran sacado con prisa de los cobertizos más olvidados del patriotismo. En los edificios más cercanos de la ciudad, los carteles de un concierto de Julio Iglesias y una pancarta de una huelga de bomberos resultan chocantes y hasta malintencionados. Los soldados españoles vigilan con chaleco antibalas y el Cetme bien visible. Paran a cada coche, a cada moto, a cada bicicleta. Han colocado unos bloques de hormigón tras la entrada que obligan a los vehículos a hacer una ese un tanto ridícula.

Silencio militar
El control es exhaustivo. A un conductor de los autobuses Comes le preguntan cuánto tiempo lleva en la empresa. “Diez años”, contesta incrédulo y algo dolido. Por lo visto no tiene alguno de los permisos en regla. Le dejan pasar, finalmente. Una joven marinera pretende entrar, pero está fuera de las horas reglamentadas. “Nadie con graduación inferior a cabo primero V puede entrar ni salir fuera de las horas establecidas”, le dicen desde dentro del puesto de guarida. Un cabo primero V, un “cabo chaqueta”, es un cabo primera veterano, que ya está contratado como fijo. La joven marinera desiste y pide un taxi.

No resulta fácil merodear cerca del control. Enseguida, el cabo primero de guardia agita las manos y menea la cabeza. Debe de estar maldiciendo a todos los periodistas fisgones. Ningún militar quiere dar información. Uno de los soldados del control dice solamente que “no se puede estar aquí” y no contesta a ninguna pregunta. Otro cabo primero de la marina, que sale a recoger algo, mira bobamente y se encoge de hombros: “Es como cualquier día”. Cuando es posible contactar por teléfono con el encargado de prensa de la base, un comandante remite a “enviar un cuestionario por fax, que ya será contestado”. “No hay autorización para entrevistas, toda la información se centraliza a través del gabinete de prensa”, concluye el comandante. El silencio militar, eso que les gusta tanto, incluso ante nuestros secretos, que son tan pequeños.

La gente que sale o entra tiene preparado el pase, algunos lo llevan directamente colgado del cuello. Pasan camiones, oficinistas, americanos en sus coches con una tristeza amortiguada de música y gente en moto con esa despreocupación que da la costumbre. Un trabajador cuenta que “los dos primeros días hubo más jaleo, pero ahora hay normalidad en el trabajo, aunque más vigilancia, sobre todo por el aeropuerto, por la residencia de oficiales, y están bloqueados los aparcamientos cerca las barracas y de los sitios de aglomeración de personal, para evitar atentados”. Continúa diciendo que “los americanos están muy dolidos, ya se sabe lo patriotas que son. Veo en ellos más sentimiento de dolor que de revancha”.

El Golfro y Kosovo
En un bar al lado del control, un cabo español comenta: “Estamos tranquilos, cuando lo de Kosovo y la Guerra del Golfo estábamos peor, aunque seguimos en alerta, pero está la cosa en “stand-by”, a ver qué va a pasar. Eso sí, están por ahí las patrulleras, y las fragatas, y hay más guardia, y para entrar en cualquier dependencia piden el pase personal”.

La base está en alerta, pero eso a la gente le resulta más una incomodidad que un mal augurio. Un taxista se queja del follón de papeles y colas que hay para entrar en la base. “Ahora se pierde tanto tiempo que ni merece la pena una carrera a la base”, dice. Nadie con miedo a volatilizarse en una explosión tiene esas preocupaciones tan cotidianas. La gente está tranquila, y hay hasta cierta guasa con el asunto. Un cliente que entra en un bar saluda con fingida gravedad, hablando en inglés: “God...”. No es americano, es roteño. El camarero sigue la broma: “...bless...”. Y el cliente remata con ironía o cinismo: “...America!”. Luego hay sonrisas de complicidad.

En los bares se oye hablar de Zidane, y un hombre que hojea el periódico destaca la noticia de un tomate gigante que han sacado en algún sitio. “Aquí, tranquilos. Ni en la Guerra del Golfo teníamos miedo, y había más movimiento. Aquí los asustados son los que vienen de fuera”. Es cierto. Aquel martes fatídico en que Manhattan ardía y lloraba, algunos forasteros que veraneaban en Rota pensaron en llamar a sus familias para que vinieran a recogerlos, según recuerda, divertido, un vecino. “Aquel día, llamaban los parientes de fuera para preguntar cómo estábamos y qué pasaba, y nosotros les decíamos que cómo íbamos a estar, que igual que siempre, que no pasaba nada. Ni que estuviéramos en estado de sitio. La gente es que se creía que íbamos a tener los tanques por la calle”. En un comercio cuentan que “el martes de los atentados tenía que venir un representante y no quería”. Una dependienta comenta: “Si no pasó nada cuando Gaddafi, ni en lo del Golfo, no sé por qué iba a ser diferente ahora. Estamos acostumbrados. Además, con tantas medidas, creo que aquí estamos más seguros que en otro sitio”.

Rota está acostumbrada al rugir de la guerra y sus artefactos, tanto que la base es una industria más, y sus hierros, tan temibles para otros, les escandalizan tan poco como los de una siderurgia. Un camarero comenta con bastante desenfado: “Nada, qué vengan más americanos, es lo que hace falta, que es más trabajo. Y que agranden la base. Es que Rota, con poca pesca y poca agricultura, lo que tiene es la base. Si más de medio pueblo vive de ella...”. Hace un gesto socarrón y luego apiña los dedos de las manos: “Cuando llega la Sexta Flota se pone esto así de americanos, y todos los bares llenos”.

Al preguntar a un hostelero, se le nota más preocupado por el poco ambiente que hay después del verano que por el conflicto: “El negocio está flojo”, se limita a decir, mientras todo el planeta se convulsiona.

Las voces que expresan miedo son pocas. Una mujer admite que está “un poco atemorizada, porque hay un montón de armas” y que está “más asustada que en lo del Golfo”. Un anciano, veterano de la Guerra Civil, dice con tristeza: “Desde el principio, cuando pusieron la base, estoy intranquilo. Es que la gente no se da cuenta de que la base es un objetivo militar en caso de guerra, y eso es un peligro”. Otros muestran enfado al ser preguntados: “Es que a Rota sólo vienen los periodistas a dar mala imagen. Sólo se habla de la base de Rota, pero Rota es más que eso”. Unas chicas se quejan de lo mismo: “Estamos muy señaladas por la base, y da coraje. Rota tiene monumentos, gastronomía, pero sólo sale en los medios cuando hay problemas”.

El mundo tiembla, arrecian profecías y batallas. Pero a Rota, el silbido de la guerra llega con sordina. Es una guerra tranquila, que se ve lejana, acolchada de océanos y fronteras. “Aquí no llegará nada, todo eso ha sido en América”. Mientras la base engorda de metal, queroseno y violencia, la ciudad de Rota mira otro conflicto como un anuncio muy conocido que pasara lento y estridente por la barriada, asustando sólo a los turistas y a las palomas.


Dólares para la crisis

Aunque son unos 800 roteños los que trabajan en la base, toda la ciudad vive mirando a su perfil belicoso y opulento, pendiente de sus desembarcos que traen pilotos sedientos y esa camaradería pródiga de la soldadesca. Es la guerra que, en cierto modo, hace feliz a la hostelería y al comercio.

Los americanos tienen en Rota sus zonas de movida, sus discotecas, sus bares, el Zig-Zag, el Zeppelin, el California, el Quijote. Uno de los bares más frecuentados por ellos es la Taberna Irlandesa, donde la costumbre de entregar un billete de un dólar firmado ha cubierto el techo de la barra. Hay ya más de 1600 dólares.

El camarero muestra la cara más comercial de la guerra: “Cuando el Golfo y lo de Kosovo llegaban muchos pilotos y soldados, que gastan mucho dinero, y eso nos beneficia. Es triste pero es así”. Afirma con mucha tranquilidad que “lo que ha pasado no nos afecta, ha sido en América”. Una guerra que viene con carretones de dinero y clientes es más llevadera y consoladora. Cada misil lanzado pide una cervecita y cada aterrizaje, olvido y juerga, por si acaso es la última vez. Mientras no tenga otra cosa, Rota tiene que ir viviendo de esa cosecha macabra.

 

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