Luis Miguel Fuentes

26/09/01

REPORTAJE

LA ROCA / REINO UNIDO SE HA DADO 15 MESES PARA RESOLVER CON ESPAÑA EL CONFLICTO DE GIBRALTAR

Ni españoles ni británicos

Los gibraltareños, temiendo por su estatus, advierten a Londres y Madrid que no busquen una solución para la colonia sin contar con ellos



LUIS MIGUEL FUENTES

GIBRALTAR .- En la mañana nublada, La Roca aparece como unos Cárpatos provinciales, con una gravedad de advertencia, con una inhumanidad de naturaleza brutal y desnuda suavizada por sus edificios escaladores, por sus suburbios atornillados en piedra. Gibraltar tiene algo de cintura que abrazan mercantes y delfines, de mirador entre mundos, de cañonera alta, de nación constreñida en una barriada y de patio donde se coló el vecino y ya no se va. Gibraltar es una espina clavada de trescientos años y un alcázar por el que todavía se pelean unos imperios muy gastados.

Ahora, Gran Bretaña parece que quiere resolver el conflicto, con esas prisas que tiene de vez en cuando la Historia. Ha puesto, incluso, la osadía de un plazo, 15 meses, para “normalizar” las relaciones entre Gibraltar y España. Pero esa palabra es demasiado ancha y blanda, como todas las calculadas ambigüedades de la diplomacia. En Madrid se ve la posibilidad de retomar la soberanía sobre La Roca y tranquilizar todos los rencores de los abuelos. En Londres, parece que se quieren deshacer del anacronismo incómodo de una colonia de un estado de la UE en otro, además aliados en la OTAN, pues todo esto es cosa poco moderna y de malos vecinos.

Pero en Gibraltar se sienten manejados o vendidos. Los gibraltareños tienen ya un alma y un orgullo de nación pequeña y oprimida, alimentada de golpes, enconos y privilegios. Gibraltar es esa uña extranjera que le sale a España y esa plaza lejana que se le está poniendo cara y vieja a Gran Bretaña. Los gibraltareños, mientras, están descolocados y ofendidos porque su Graciosa Majestad empieza a saludar con desapego y España los mira codiciosa, y temerosos por perder ese duty free en el que viven muy satisfechos de singularidad. El Gobierno de Gibraltar ha dejado claro que rechazará cualquier proceso de diálogo en el que no se respete la decisión de los habitantes. Pero, ¿qué es lo que quieren los llanitos?

Entrar en Gibraltar, cruzar apenas ese aeropuerto como una avenida atravesada y vacía, y es ya estar en otro país sin haber salido del barrio. Gran Bretaña tan cerca, España tan cerca, sin ser ni lo uno ni lo otro. “Welcome to Gibraltar: Cradle of History”. (“Bienvenido a Gibraltar: cuna de la historia”). Ese mestizaje raro de carteles como si estuviéramos en la City junto a un banco de madera en una plaza en el que alguien ha grabado “Rocío y Chaqueta”, igual que en nuestro pueblo. Gibraltar, donde se ven en un escaparate banderas británicas y gibraltareñas escoltando la españolidad purísima de una botella de Anís del Mono, donde se escuchan las explosivas consonantes del inglés mientras una mujer llama a su hijo: “Quillo, ven p’acá”. Sensación de estar y no estar en España, de estar y no estar en el Reino Unido, sentirse comedidamente guiri y comedidamente vecino. Ni España ni Gran Bretaña. Eso puede resumir lo que es Gibraltar y lo que sienten los llanitos: “Yo no soy ni español ni inglés, soy gibraltareño”, comentan.

En el mercado, alicatado y chorreante, los puestos tienen nombres como “Gonzalez’s”. Casi todos los vendedores son españoles, pero no quieren opinar sobre el conflicto, por esa neutralidad de los invitados en casa ajena. Los españoles que trabajan allí y los llanitos no hablan nunca de política. Cerca de la entrada del mercado, un gibraltareño canoso y empinado de bigotes habla bastante fieramente: “De la soberanía [española], nada, que se olvide Piqué. A Piqué se le ha metido en la cabeza poner aquí la bandera, pero somos europeos, tenemos nuestros derechos. Gibraltar tiene derecho a su autodeterminación. Espero que no nos dejen fuera de la negociación”. Cuando se le pregunta por el sentimiento antiespañol, matiza: “No, no es antiespañol, aquí nos llevamos bien con los españoles, trabajamos todos los días con ellos.  Es contra el gobierno español, que tiene todavía la doctrina del señor Franco. Desde Madrid sólo hacen fastidiarnos, con las colas en la frontera, con lo de los números de teléfono que no nos dan...”. Propone, finalmente, la solución de un Gibraltar como “Andorra o Mónaco”.

En Gibraltar se tiene claro que el estatus especial de la Roca con todas sus regalías y puertos francos no se puede perder en favor de la conveniencia de España y Gran Bretaña. Una integración en la UE con una posición especial es quizá lo más deseado por los llanitos, pero no, desde luego, la “independencia”, que no tendría sentido. Dolidos con España, desmerecidos ahora por el Reino Unido, los gibraltareños quieren decidir su propio futuro, tener voto en las posibles negociaciones, y dicen que no admitirán un acuerdo que no les sea totalmente favorable. Tienen más historia que los Estados Unidos, suelen decir ellos, pero sólo un sustento de piedra y mar por el que pelean culturas y continentes. La equivocación, como dice un gibraltareño, fue que el Reino Unido puso gente a vivir allí. Si Gibraltar se hubiera quedado en base militar, la Roca podría cambiar ahora su bandera molestando únicamente a los monos. 


Caruana y los privilegios del pequeño feudo

Es generalizado el sentimiento de que España no se ha ganado precisamente la cooperación y la comprensión de los gibraltareños. También hay decepción por el comportamiento de Gran Bretaña: “Inglaterra no nos escucha, creíamos que se interesaba por el pueblo gibraltareño pero parece que no”. Mari Luz Guerrero, presidenta de la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios de Gibraltar, esquiva las preguntas durante algún minuto y luego comenta: “Personalmente, no me fío ni de una parte ni de la otra —dice, refiriéndose al posible diálogo entre España y el Reino Unido— Los pueblos ya no se compran ni se venden, ni se toman por la fuerza. Y el pueblo de Gibraltar no está dispuesto a que lo vendan”.

Peter Caruana, ministro principal, que da una rueda de prensa en la sede del Gobierno de Gibraltar, en una especie de Despacho Oval, blanco de escayolas y rojo de moquetas, donde la foto de la Reina de Inglaterra tiene algo de convidada incómoda. Caruana habla un inglés muy líquido y un español grumoso, equivocándose en algunas palabras. Expresa su rechazo a cualquier acuerdo que se tome bilateralmente sin contar con Gibraltar, o sea, a ser la pelota que se disputan los imperios. Menciona mucho, y como rezando, la promesa británica de que no habrá ningún cambio en la soberanía de Gibraltar sin el consentimiento de los gibraltareños. Habla con sorna y desagrado de la postura española e incluso en inglés dice “señor Aznar” y “señor Piqué”, que le suena como cuando aquí se dice “Mister Bean” o así. Caruana tiene en su traje azul y en su gesto contundente cierto empaque nacionalista, pero le sale fingido, porque se nota mucho que lo que está defendiendo no es tanto una Patria sino los privilegios de su pequeño feudo, que aunque entre tanta burocracia parezca un estado es sólo un barrio con banderolas.


Un sitio donde todos parecen guiris

Pasar por Main Street, por la Piazza, como por una travesía entre tiendas de relojes, puestos de souvenirs con postales de culos y la leyenda “I love Gibraltar”, con monos de peluche colganderos y perezosos, con soldaditos de plomo. En la puerta de una tienda de ropa deportiva, un maniquí finge correr vestido con un chándal del Barça. Algunas sucursales de bancos españoles (BBVA, Atlántico), una tienda de Marks & Spencer, una iglesia metodista, una bandera americana que muestra solidaridad con los últimos acontecimientos al lado de una oferta de maletas (¿para viajar a USA?), una tienda con fotos de la boda de John Lennon y Yoko Ono, que fue en Gibraltar, las calles llenas de un gentío de guiris que allí no lo son tanto, o quizá es que allí todos parecen guiris.

Frente a la sede del Gobierno de Gibraltar, que es como una iglesia de funcionarios, está la casa del Gobernador, el Convento, con un soldado curiosamente bajito que efectúa virajes y zapatazos exagerados. Más adelante, está el cementerio de la batalla de Trafalgar como una catacumba submarina, con enredaderas que suben los muros como a una popa y lápidas muy comidas por el reflujo del tiempo y las miradas. Trafalgar del otro lado, con su envés de victoria o venganza. Enfrente, donde estaba antes la peña del Barça, un español lleva ahora un bar consagrado al deporte, con pantallas en todas las esquinas donde los clientes ven fútbol o críquet. Allí, un inglés muy rubio, hostelero, juega al billar. “España quiere coger todo y no dar nada —dice—, pero Gran Bretaña también se ha equivocado, no comprende la situación de aquí. Ninguno está teniendo en cuenta los derechos de los gibraltareños”.


 

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