El Cínico

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11/07/99

Melilla.

Melilla es un trozo de España en África o un trozo de África en España, lo mismo da, un trozo con chilaba y babuchas entre el común de faralaes y castañuelas, un jirón moruno, criollo y temerario que se dejó enganchada la piel de toro en un devaneo. Es, en todo caso, un trozo pequeñito, simbólico, una complicación en los mapas que queda muy bien como retaguardia o como pespunte de la bandera de un Imperio inexistente, pero es un trozo del que, salvo los quintos, los legionarios y los fumadores de yerba, sólo nos acordamos en la información meteorológica, cuando nos sorprenden nubes o soles esquemáticos en avanzadilla por el arranque de ese continente selvático, negro y pobre que tenemos al sur como un recordatorio de algo.

A Melilla (como a Ceuta, como a Gibraltar) le pesa esa nimiedad de punto geopolítico útil y algo triste, arrabal de una fortaleza militar que apunta sus cañones a la entrada del Mediterráneo por esas necesidades estratégicas tan feas y tan odiosas de mencionar. Que haya gente viviendo allí es una casualidad o una inconveniencia. Por eso Melilla, sur de nuestro sur más allá de las columnas mohosas de Hércules, no puede existir para la España peninsular, blanca y cristiana salvo como cuestión de Estado, y las cuestiones de Estado se manejan muy bien desde los despachos sin necesidad de trabajo de campo, que siempre tiene algo de vulgar y de proletario. Por eso desde Suárez ningún jefe de gobierno se ha dignado visitar esta trastienda de España.

De Tarifa para arriba, Melilla suena a morito de Makinavaja, a piedra de hachís, a esquinas con alfanjes y a exotismo de Casbah. Así, con esos avíos, el españolito mesetario no puede tomarla en serio como parte de su país: a ver cómo va a ser igual Melilla que Salamanca, hombre, ni de coña. A Melilla le han dado una españolidad de mentirijillas, como para un apaño, igual que esos negrazos americanos que se nacionalizan para no ocupar plaza de extranjero en los equipos de baloncesto y que nos hablan luego en un español masticado y graciosísimo de Kentucky o de Connecticut, como si fueran Nat King Cole pero en pívot.

Con esta españolidad postiza que los peninsulares se han encargado de endosar a los melillenses como si fuera una ortodoncia, no es extraño que esa tierra respire un aire tormentoso de involución anticolonialista, de rebeldía, de desobediencia, de descontento, ese ambiente espeso de tramas, sospechas y traiciones que se veía en la Casablanca de Curtiz. Así, en una polvareda donde los musulmanes se sienten ciudadanos de tercera y el resto simplemente olvidados, la torpeza de unos y de otros ha servido para que el GIL, ese buitre de cadenitas y camisas desabrochadas a la busca de chanchullos y recalificaciones, ese 'gang' de maneras fascistoides que se nutre del descontento y de la hartura, haya entrado en el gobierno de tan estratégica plaza ante el pasotismo de socialistas y populares.

El GIL (con cierto asquito se imagina uno, según el talante de estos pájaros), ha conducido a Aberchán hasta las alcobas del castillo de un señorío que era como el de Guzmán el Bueno, ayudado por el descaro de Palacios -político de saldo, profesional del transfuguismo-, y la oportuna colaboración -cándida o simplemente torpe- de Dobaño y Mohamed. Jáuregui y García Escudero intentaron recoser el siete y se bajaron al moro, pero fue demasiado tarde; cuando llegaron ya se había colocado todo el costo. Ellos, que venían a vender la moto de un frente anti-GIL con modos babositos de Cortinglés, se encontraron con que no sabían manejarse con regateos y trampas de bazar, y nada pudieron conseguir, salvo el desdén general de los lugareños, que los veían como advenedizos que llegaban a una Melilla que les importaba un pimiento.

Así que Melilla es ahora una plaza indómita e impredecible, otra de las ciudades gilistas o semigilistas, que siempre son como pueblos del oeste con 'sheriff' chulo y matoncillo a las órdenes del terrateniente. La cuestión de Estado adormecida y callada que siempre ha sido Melilla brama amenazante, como todas las venganzas de los humillados. La fortaleza de Melilla la Vieja ha aguzado su perfil guerrero y en la cima del monte Gurugú hay una bandera que llama a una batalla incierta. Y lo peor es que uno casi piensa que muchos se merecen lo que ha pasado, por patosos.

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