El Cínico

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1/08/99

Cuentos, reyes y muertos.

En las historias que nos contaban de niños, todas las princesitas tenían padres que eran bonachones, barbudos y algo chochos, que es como deben ser los reyes, y madres de belleza discreta, indulgentes, domésticas e insulsas; todos, inevitablemente, queridos con reverencia por el pueblo, como si fueran una delegación de la Sagrada Familia. Claro que también había siempre, para meter la pata y mantener la simetría del mundo, algún villano renegrido que quería casarse con la princesa y conseguir el reino, y era ése un estupro por partida doble que hacía se removiera en nuestra alma infantil y virgen una primera inquietud de injusticia.

No lo había pensado hasta ahora, pero puede que los países que son monárquicos lo sean por mor de los cuentos. Con la Monarquía hay algo que se nos pone en posición fetal en la memoria, empieza a oler todo a caramelo, a regazo y a invierno, y puede que sea por eso que la gente sale en tromba a la calle a ver a los Reyes, como si fueran los Back Street Boys, presa de una nostalgia tierna y sincera, porque lo que quieren es ver la carroza de Cenicienta y una encarnación del Príncipe Azul para recomponer sus recuerdos. Las cosas de la Monarquía son como un 'revival' en directo de la niñez, y lo suyo es contemplarlas con apasionamiento y sonrisa boba, como las películas de Romy Schneider o las reposiciones de "Verano Azul".

En este estío de fin del mundo y de muertes de portada, le ha tocado ahora a la Monarquía. También en bonito como John-John, pero más plácidamente, ha muerto Hasán II, Rey/Dios de Marruecos y de sus mármoles y de sus miserias, y todas las familias reales se han plantado el crespón negro. Las monarquías tienen algo de club de campo o de reunión de antiguos alumnos: siempre queda ese lazo de hermanamiento que dan el pasado compartido y los fiestorros. Por eso nuestro Rey dejó el rebeco tozudo y republicano y los abrazos al apóstol Santiago (a mí eso de que un tiarrón le dé un abrazo por la espalda al apóstol me sigue pareciendo como feo) y se fue a dar el último adiós a su "hermano".

Los funerales de Hasán (los ricos siempre se mueren en plural) fueron concurridos y estrepitosos. Todo el mundo estaba allí, y es que Occidente sabe que le debe mucho, y no tanto el que no haya demasiados colgados por allá rebanando pescuezos en nombre de Alá, como el que sus intereses económicos hayan podido meter bien las manazas. Pero, aun con lágrimas y cortejos y elefantes, el rastro del "hermano" de Don Juan Carlos seguía siendo el mismo: un sistema cercano al feudalismo, un desprecio soberano por los derechos humanos, un cincuenta por ciento de analfabetismo y un abismo de proporciones galácticas entre la mayoría pobre, misérrima, y la minoría opulenta y exquisita con la misma Familia Real a la cabeza. Por eso, al ver al pueblo llorar en las calles como si se hubiera muerto Chanquete otra vez, he pensado que a los marroquíes, de pequeños, tienen que someterlos a sesiones intensivas de cuentos de princesitas, en una especie de acondicionamiento como el del mundo feliz de Huxley.

Pero no todos los marroquíes piensan así. El día en que murió Hasán II, estuve en un bar donde suelo ir mucho, a buscar algo así como inspiración entre ron venezolano y niñas veraneantes -ninfas tostaditas de julio-, y allí me encontré a dos inmigrantes marroquíes (aquí en Sanlúcar, porque somos menos civilizados y más pobres que en las Cataluñas, hasta dejamos entrar en los pubs a los inmigrantes; alguno incluso ha acabado vestido de torero para una becerrada benéfica). El caso es que, con esa avenencia especial que dan las barras de los bares, me atreví a preguntarles por la muerte del monarca. Mientras uno dejaba ver sus dientes blancos y africanos en una gran sonrisa, el otro me soltó, sin pensárselo, esta sonora frase: "un cabrón menos". Más rotundo y sincero no se puede ser.

Yo, la verdad, aquella noche pensé poco en Hasán, porque el mismo día me enteré de que habían encontrado muerto a Andrés. Andrés era un poeta noruego que llegó un día a Sanlúcar huyendo del frío y que en realidad nadie sabía cómo se llamaba. Era un rubiasco calvote, feo, borracho, metepatas y buena gente, que deambulaba de cogorza en cogorza y de bar en bar, garabateaba en una libreta sus versos y sus paranoias, hablaba pamplinas, recitaba, se metía con las chicas y, de vez en cuando, me decía, con ese español como de Tarzán que se gastaba: "yo leer en periódico... tú escribir bien... no dejarlo, síiiii, escribir siempre...".

A Andrés lo encontraron muerto en su casa; llevaba tres o cuatro días apestando, ahogado en vómitos o en su propia soledad. Le pegó un reventón el hígado o se murió de pena, no sé. Tenía sólo cuarenta y dos años. Aquella noche, pensando que nunca más volvería a ver cómo lo echaban de los bares, bebí más de la cuenta en su honor. ¿Murió alguien más? ¿Un tal Hasán? ¿Y ése quién coño era?

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