El Cínico

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17/10/99

Pujol y Los Chunguitos.

La música joven, como la intelectualidad comprometida, siempre ha sido de izquierdas. La derecha tiene la zarzuela para las señoronas y las bandas de pueblo para los días de la patrona, ambas cosas patrias, acomodadas y decentes. La izquierda tiene de su lado mucha más música, buena y mala, diversa en cualquier caso: desde el rock beligerante y canalla de los insumisos y los okupas, sonido duro de garaje, greñas y porros libertarios, hasta la literatura musicada de los cantautores (la tierna expresividad de Serrat, la sabiduría alcohólica de ese rapsoda famélico, genial y noctívago que es Sabina). Para la izquierda, la música funciona como una multicopista en el alma que pare unos panfletos reivindicantes, bellos, sufrientes y hasta horteras. A esto, la derecha sólo puede oponer los muslazos de arcángel de la Duval y el remozado Liceo, donde ahora se puede entrar en chándal.

A la música que tiene ideología y hondura social hay que respetarla, dejarla tranquila en su sitio como a los muertos. Cuando se la saca de contexto, se queda en un esqueleto calvo que se ríe sin gracia y se mueve sin carne, en un artificio contranatural igual que Pavarotti cantando por Sinatra. Eso le pasó a Pujol en Nou Barris, en ese intento de deslizamiento político del sentir de Los Chunguitos. Los Chunguitos hacían unas rumbas que eran los blues de Vallecas y Carabanchel, estribillos de radiotaxi que se cantan en el patio de la cárcel y en los barrios periféricos como un lamento negro y sureño, música incidental para la vida en las esquinas. Las letras de Los Chunguitos son la única poesía épica y amatoria que cabe en muchos sitios donde no hay más lirismo que la lucha en la calle y en la pobreza, territorio comanche sin lugar para maderos, pijos ni potentados con barriga, o sea, donde no tiene nada que hacer Pujol y su burguesía.

A los pobres que tienen una conciencia artística de pobres, les duele más su arte que su miseria, porque su arte tiene algo de pacto de sangre y de casa común ante los extraños. Así, el público abucheó a Pujol no porque interrumpiera a Los Chunguitos, sino porque le estaba tomando el pelo a una música que es su contraseña, su signo. Ellos cantan a la calle, al talego, al Vaquilla huyendo de unos maderos que son las fauces de la máquina de masticar basura de la sociedad, a unos amores morunos de celos y traiciones, a la supervivencia difícil y rabiosa de los desheredados. Con este trasfondo, Pujol quiso hacer con ellos el mitin de su derecha pudiente de Banca Catalana y Ascot en Montjuic, y eso es como si se hubiera colado lleno de joyones en el mismo bar del Pirata para pedirles el voto al Maki y al Popeye.

Pujol se olvida rápido de la pureza de sangre y de la ortodoxia de su "normalización lingüística", tan pronto como le hace falta hambrear votos. Él, que hace que en las universidades catalanas se presione a los investigadores para que no publiquen trabajos en castellano, baja luego a los arrabales a pedir en el idioma de Cervantes aunque con el enredo de unas eles almohadilladas en la lengua. Él, que más de una vez ha dejado claro su menosprecio por los andaluces, pone al culámen frondoso de Carmen Sevilla y a sus ovejitas a buscarle votantes, trae a "Maíta vende cá" y le falta poco para soltar un arsa trianero y hasta arrancarse por Camarón. Él, que cerró la COPE seguramente porque no ponían suficientes sardanas, pide ahora que le canten aquella copla de Los Chunguitos que decía "mama, mama", que le gusta, que por lo visto la escuchaba mucho en los tajos de las obras con el pañuelo anudado en la calva, o en las aceras más soleadas litrona en mano.

Con la malaje que tiene Pujol, con el porculo que les da a los pobrecitos que vienen de fuera hasta que les castra la lengua y el alma, con eso de su vergel catalán para los catalanes y las calaveras secas de vaca para el resto, con todo esto en la chepa, digo, todavía se creía que, por hacerse el graciosillo y el coleguita y el andaluz de gato gitano en el Cinturón Rojo, el público iba a llenarlo de vítores y a abrirle su alma proletaria. La peña, que no es tonta y conoce a sus enemigos, reaccionó, se rebeló, abucheó y le echó todos los avíos del puchero a la cabeza. Era la única respuesta posible a una invasión, a una provocación, al recochineo de un mundo que se ríe de otro y, encima, quiere montarse un karaoke con sus desgracias.

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