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EL CINICO


La paz

La paz, ese angelote lánguido y blanco que nos nace/muere cada año en un pesebre, ha enfermado con todos los males del siglo, el siglo cambalache que se apaga entre calaveras y traqueteos como un tren descarnado y silbante. El ser humano, que inventó el arte, la filosofía, la ciencia, la democracia, tiene todavía un simio oscuro, feo y quebrantahuesos dentro, en algún sitio, en el revoltillo de sus genes o de sus tripas, un simio que de vez en cuando sale con la cachiporra a ejercer su oficio de simio. La paz, que es la ausencia o el dormir de ese simio, se queda entonces en la cueva, atada y triste en su vocación aérea, como una doncella raptada, con sus trenzas y sus suspiros. Todos los males del siglo nos los ha traído ese simio del que no terminamos de desembarazarnos, como un pariente pesado y gorrón.

El siglo XX ha sido el siglo metálico de las guerras, incluso inventó las guerras mundiales, las tres, porque hay que incluir la Guerra Fría, que nos traía una muerte dosificada y digestiva en forma de posibilidad diaria, terrible, veloz, caprichosa y definitiva, el miedo fulminante del amanecer nuclear. Cayeron los bloques y el mundo alisa sus plisados con la avenencia de la globalización, ese bebedizo de moda. Pero la maquinaria aplastante y fangosa de la guerra, la ley feroz de las armas, el salvaje oeste del mundo, la violencia, sigue ahí, sobresaltando nuestra molicie en cada telediario, ensañándose como siempre en los más débiles, que tienen la carne reblandecida de sufrimiento y entran mejor la bala y el cuchillo y el hambre.

Miremos alrededor: Rusia aplasta Chechenia jugando al "gran juego" que decía Rudyard Kipling, matando a los civiles entre sus cacerolas y sus carretones, estampa como de escenografía para Valle Inclán; África bulle en guerras caníbales y no baja nuestro Occidente blanco y fino para no salpicarse la cretona; en Colombia se mata y ya ni se sabe por qué, quizá por ese olvido que da la borrachera de la sangre... Más de treinta conflictos armados en el mundo, y además otras guerras, otra violencia: la económica, la del norte contra el sur, la del oeste contra el este, la guerra de las pateras y de la miseria en alpargatas y en estómagos hinchados de nada. Hemos hecho del planeta un cuenco de odio, tibias tronchadas y moscas.

Aquí en España, donde se ha sufrido tanto por las guerras, también quieren imponernos otra unos locos con capucha, unos que dicen defender algo de identidades o de nacionalidades con su demencia de banderas liadas a la cabeza. El fanatismo asesino siempre justifica sus matanzas con glorias, con fronteras o con dioses, y en realidad lo que pasa es que necesita enemigos a los que desollar, se lo exige su delirio de hematofagia, esa glotonería desencajada de boa constrictor que sólo descansa bien con la pesantez de la muerte en el estómago. Hicieron una tregua que no fue tregua, que fue un descansillo para tomar aliento y engrasar los pistolones, y vuelven amenazando a toda la sociedad, a la democracia, a la vida, a la libertad que le niegan a su propio pueblo, que no les quiere. Dijo Gandhi, arcángel flaco, lechoso y desabrigado de la no violencia, que no hay camino hacia la paz, sino que la paz es el camino. Y así, en sandalias, miope y resfriado, terminó consiguiendo la independencia para la India, nada más y nada menos que frente al Imperio Británico, tan arrogante y como prusiano. Mucho hay que aprender de esto.

Contra la violencia, contra la guerra, contra la sinrazón, todavía tenemos la constancia y la utopía. La utopía es la belleza de posibilidad que le flota en la linfa a nuestra especie, en lucha con lo que tenemos de animal y de homínido egoísta que fagocita y acapara y mata, esa ferocidad del lobo-hombre de Vian cuando se convertía en hombre, que de lobo era pacífico. El ser humano, capaz de lo más abyecto y de lo más sublime, es la contradicción suprema. Sería bueno pedirle al nuevo milenio un tamiz para separarnos la porquería, la paja de maldad que nos rellena las vísceras. El tiempo, la madurez, el progreso si existe, lo traerán, tal vez. Mientras, hay que creer en las utopías, hay que creer en el angelote blanco de la paz porque nos va en ello el planeta y nuestra esencia misma, y hay que expulsar al simio de dentro a base de perseverancia y fantasías. A ese simio se le vence con la solidaridad, con la poesía y con los sueños.

 

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