EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes

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27/03/99

Europa y el sueño azul.

La Europa del colegio, la de los mapas mudos y los murales, era una cosa orogénica y evaluable, algo que comprábamos en la papelería de la esquina por unos duros y que podía convertirse en la ignominia del suspenso o, con suerte, en la gloria frágil del sobresaliente. Nos aplicábamos con los colorines, pringándonos de cera y rotulador con esmero de artesano alfarero, pintando las ciudades, los ríos, las cordilleras, casi todos con nombres de una sonoridad ajena y ultramarina, como los que salen en las novelas de piratas. España (que en mi clase, no sé por qué, siempre pintábamos de verde o de amarillo) se acomodaba a ese mapa advenedizo como un refugio de nostalgia: al rotular el Ebro, o el Sistema Penibético, se sentía una reconfortante sensación de volver a casa, como si de verdad antes hubiésemos estado viajando por países hiperbóreos y por los Balcanes, hartos de topónimos erizados de consonantes y fonemas imposibles.

Luego, Europa fue para muchos de nosotros una cosa de guiris en sandalias y de rubias que imaginábamos intrínsecamente accesibles y lujuriosas, de coches e industrias despampanantes, de una modernidad alienígena, casi galáctica. Era el tiempo en el que asumíamos con resignación una postura de inferioridad y de diferencia insalvable. A Europa y a España la separaban, no los Pirineos, sino una grieta vertiginosa y abisal: años, actitudes, pensamientos.

Después, al fin, nos incorporarnos a ese monstruo colosal y mítico, a la Europa soñada, híbrida de Avalón y Jauja, si bien con algo de miedo, casi en susurros, como cuando se entra en una iglesia o en un museo, todavía paralizados por una reminiscencia de sobrecogimiento ancestral. Íbamos de pobres, palurdos y voluntariosos, con nuestra promesa de crecimiento y de innovación, como dando pena. Pero, con el tiempo, incluso hemos llegado a "converger", les hemos demostrado a esos guiris que somos capaces de hacer las mismas cosas que ellos. Nuestras miserias podrán ser las que sean, las mismas de antes u otras nuevas, pero a partir de ese momento serán siempre decidida e incontrovertiblemente europeas.

La Europa de ahora nos la quieren pintar como una cosa etérea, espiritual, beethoveniana: la Europa de los pueblos, la Europa de los ciudadanos, llena de globitos azules y felicidad boba de anuncio de hamburguesería, de panfletos y publicidad cargante, casi tanto como la del pesado ese de Telefónica. Pero al final ocurre lo de siempre: Europa es la de los presupuestos y las partidas, la del dinero y los intereses. En medio de ese sueño azul, emergen los agricultores cabreados, los excedentes y las broncas, y hay, a veces, una velada sensación de indefensión y desencanto, de que nos manejan sin que les importemos mucho.

El affaire de la Comisión ha hecho que, si cabe, todavía nos apabulle más la sospecha de que esta Unión Europea no es más que una superburocracia sobrecogedora, caótica y kafkiana: la Comisión que es y no es un Ejecutivo, una cabeza que, cercenada y todo, sigue pensando y parloteando (como decían de los guillotinados) mientras el cuerpo va a sus anchas; ese Consejo casi artúrico que la mayoría del tiempo continúa empeñado en riñas, como las putas que se tiran de los pelos por las mejores esquinas; el Parlamento que patalea y poco más, maniatado por sus poderes mínimos. La Europa azul requiere todavía un hondo proceso de democratización y transparencia, y, sobre todo, desprenderse de ese halo de aristocracia funcionarial que la atormenta.

La cumbre de Berlín, que ya nos ha coronado a Romano Prodi, nos podrá traer o no esa cohesión o esos dineros que quiere Aznar, esa solidaridad que, paradójicamente, niegan los gobiernos de la izquierda edulcorada de la "Tercera Vía", pero, sea como sea, el ideal legendario de fraternidad emotiva y alegría empírea que canta el himno de la UE con palabras de Schiller seguirá resultando una burla. La Europa macroeconómica y farragosa del euro y de la Agenda 2000 no parece todavía nuestra Europa, parece de otros, como prestada o subarrendada. Alguna vez, supongo, terminará siendo nuestra de verdad. Pero no creo que sea pronto.

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