EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes


JULIO 1998

Música, por favor 25/07/98 La marcha del verano 11/07/98
Rey y patria 18/07/98 Una noche en la ópera 4/07/98

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25/07/98

Música, por favor.

 

"Antonio Pérez ha dicho que este verano hay conciertos para todos los gustos...". Esto me dijo una alumna con un meneo de cabeza apesadumbrado, como si aceptara por fin la inevitabilidad de la resignación. Y cuánta razón tiene. El elenco de castrojismo del año pasado parecía insuperable cuando, en un colmo circense, nos llega el de este año. Las autoridades festivas siguen empeñadas en reducir los gustos de los sanluqueños a un reducto de pachanguería folcloriquera y de casticismo palurdo y de lunaritos. A mí, en realidad, me da lo mismo. Mis tiempos poperos de conciertos bajo la luna, de guitarras chirriantes y ardor juvenil y rebelde pasaron; me he vuelto ya demasiado clasicón, demasiado wagneriano. Pero el abatimiento de mi alumna me despertó ese afán de padrazo que nos sale a veces a los docentes un poco propensos a la sensiblería. Tengo que darle la razón a la pobre: Antonio Pérez y su séquito han borrado con un desprecio soberano a mucha (quizás la mayor parte) de la juventud. Se trae a carrozones oxidados para las marujas y al nuevo flamenquillo discotequero y cutre para la juventud más enraizada y lolailo; pero los demás, los chavales y chavalas del pop y del rock, esa música tan legítimamente juvenil, no existen para ellos. Sus círculos, supongo, no los incluyen; sus círculos se limitan, por lo visto, a la música de los quinquilleros y las momias. "Antes venían Mecano, La Unión, Danza Invisible..." me cuenta mi alumna, y yo recuerdo a esos grupos respetables en su mundillo de las discográficas y los Cuarenta Principales; yo la comprendo y me quejo en su nombre.

Pero yo estaré más pendiente del Festival de Jazz y el Festival Internacional de Música ("Festival de música clásica", matizó la TDC con su filtro habitual de catetez, para que no quedara ninguna duda). Nuestro festival de música tiene, año tras año, el sello del esfuerzo y de la escasez de recursos; nos lo comentan como una excusa sus responsables, soltando discursos con ese tonillo de infantilismo insultante con el que se habla a los ancianos o a los retrasados. Es algo que conviene, es algo que disculpa las meteduras de pata: la cuerda que desafina, el director que se cruza con la orquesta y los músicos que, hartos de tanto bailoteo en la tarima, optan por entrar con el primer violín, ignorando la batuta. Pero claro, se hace con tanto esfuerzo, se hace con tanto cariño y con tan poco dinero... Es nuestro festival un festival de carteles y de política. Se pretende ante todo que se vean en las paredes los siete u ocho conciertos, a ser posibles con obras impresionantes (con "El Mesías" de Händel se van a atrever este año). A los responsables no les preocupa que muchas veces se llegue al concierto con un solo ensayo apresurado y chapucero, no les preocupa porque presuponen un público mayoritariamente ignorante en música, porque saben que la Merced se llenará de un esnobismo veraniego y protoculto de forasteros curiosos y personajillos locales que, en gran parte, no distinguen, como suelo decir yo, un andante con moto de un paseo en vespa. Pero, eso sí, entre una cosa y otra, sus promotores se pasean como mártires de la causa musical, hablando de tanto esfuerzo y tanto sufrimiento y desazón para con el festival que hacen nacer una simpatía como de debilidad o de fracaso, la simpatía que inspiran las causas perdidas o los derrotados. Sus declaraciones tras la presentación del cartel fueron patéticas, mendicantes. Para colmo, hubo incluso gestos feos: Juan Rodríguez Romero que se sale de la Merced para conceder una entrevista durante la actuación de nuestra banda (una banda que hace tanto o más por la música en Sanlúcar que él, con tanto viaje a Austria y tanto aeropuerto que le gusta mencionar), un Juan Rodríguez Romero que se niega a aceptar la invitación para dirigir a la Banda Julián Cerdán en la marcha Radetzky, no se sabe si por vergüenza de ponerse al frente de una agrupación de tan poca categoría para él, o, simplemente, por no atreverse con una pieza de "tanta dificultad".

En resumen, a nuestro festival le hace falta seriedad, le hace falta rigor. No necesitamos dos semanas de conciertos, no nos vale escuchar algunos decorosamente aceptables, otros regularcetes y muchos (demasiados) sinceramente malos. Bastaría uno bien hecho, con conciencia y preparación, y dejaríamos de dar risa y pena en los ambientes musicales. Y para que vean un ejemplo de la categoría de nuestro festival, en el cartel que vemos por la calle con el programa han puesto "leaders" (como si se refiriera a los jugadores del Manchester United) en vez de "lieder". ¡Toma prestigio musical!

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18/07/98

Rey y patria.

Siempre he admirado a Antonio Burgos, a pesar de que (ya está uno poniendo faltas) creo que le aqueja cierto ramalazo de malaje sevillí, esa guasa trianera y algo empachosita que conocemos bien los sanluqueños. Antonio Burgos ha escrito cosas tan rotundas y brillantes como aquello cuando el desastre de Aznalcóllar; pero a veces se me cae del pedestal. Puede quizás que los republicanos como yo tengamos demonios innombrables, y algo, es cierto, de ridícula afectación y repelús ante algunos símbolos, pero eso que hizo el señor Burgos el otro día, hablar en el mismo párrafo de abuelos reales y de regalar baberos de encaje comprados en el barrio de Santa Cruz, eso me saturó la pituitaria del kitsch. El Rey va a ser abuelo, y Antonio Burgos, ante mi decepción, retrató el asunto envolviéndolo en una aureola de simpatía tontona, como de película de monjitas, con esa complacencia servil de acercamiento que sienten algunos cuando las "altas personas" hacen cosas que son normales para las demás, como tener nietos o decir paridas.

España sigue siendo monárquica, no cabe duda. La gente sigue sintiendo hacia la Corona una mezcla de admiración palurda y cariño de chacha, esa ternura palaciega que hacía poner cara de boba a las mujercitas cuando veían las horteradas de Sisi o cuando cantaban aquello de María de las Mercedes no te vayas de Sevilla. Monarquía, ¡qué glamour de yates, vacaciones en palacios y discursos neutros y teledirigidos, qué gracia indescriptible en esos movimientos de mano saludando a los súbditos, qué bien ser cuasi-divino por pura casualidad, por los azares de los líquidos, del ADN y del caos de la Europa de los siglos pretéritos! No comprenderé nunca a los monárquicos, no; ni su discurso, ni sus razones, ni el porte bigotudo e infantón de sus símbolos. Me traen siempre una reminiscencia amarillenta de cosa pasada y fatigosa, como el recuerdo de un empacho.

Algo así me pasa también cuando alguien menciona a la "Patria" queriendo dejar bien claro que se está refiriendo, más que a una palabra, a un fetiche o una salvación, y adaptan para ello la voz y se apoyan en un gesto un tanto teatral del entrecejo, como si intentaran marcar de manera inequívoca su P mayúscula, impronunciable pero fundamental. En la "mili" nos decían (hace tan poco y sin embargo esa definición suena con un terrible sonsonete de democracia orgánica y nodo) que la "Patria" era un "conjunto de valores". Es lo único que recuerdo; el resto de la definición, por dejadez o por asco, no me viene ahora a la cabeza. Yo, sumergido en una conciencia laica y democrática de postransición, estuve a punto de interrumpir al sargento instructor y preguntarle cómo se puede hablar de una división administrativa (eso es "la Patria", digan lo que digan los nacionalistas) en esos términos casi, casi kantianos. Afortunadamente, ese utilitarismo resignado que nos nace a los reclutas pelones me hizo reprimirme y me libró de un arresto seguro.

El otro día escuché a alguien (era militar, por supuesto) decir con un orgullo peliculero que él moriría sin dudar por la "Patria" (y también recalcó la P mayúscula con una exageración de imitador o presentador de variedades). Era en una de esas conversaciones de madrugada, esas que siempre parecen conspiratorias e inútiles, cuando los bares se empiezan a vaciar y sólo quedan los más borrachos o los más cansados. Yo quise explicarle que la "Patria" es sólo una frontera que marca el mapa, quise hablarle de un humanismo universal y beethoveniano, pero al final la conversación derivó hacia otros asuntos y no le dije nada. Luego pensé que es normal que un soldado piense así, que se muere más fácilmente por los fantasmas que por las personas, y que puede que, después de todo, sea necesario que exista gente así, gente que, llegado el caso, se líe a tiros para defender a los que rechazamos, con un afectado desdén intelectual, su mentalidad adoctrinada. Luego pensé, sin embargo, qué ocurriría si esos soldados se considerasen con derecho a imponer su "Patria" inventada a los demás.

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11/07/98

La marcha del verano.

El verano, no sé cómo, arrastra siempre a las masas a un estado bovino de voluntad anulada. De repente todo se hace en tropel, en rebaño, como si una maldición meteorológica produjera el enervamiento de la individualidad. Esa penosa impresión de homogeneidad de las caravanas domingueras, de la familia cargando con la sombrilla y la nevera, se extiende a todo, y nada, absolutamente nada, que no esté santificado por la aprobación arbitraria del gentío, nada que no participe de esa pobre concepción que define la diversión en relación directamente proporcional al apelotonamiento, es admitido.

Se han dispuesto, como escenarios cutres de cartón piedra, los decorados para que la masa represente su papel ciego de masa, para que los jóvenes saludables participen del verano caliente y sudoroso que se le planea, amansados como extras en una película de Cecil B. DeMille. Han puesto unas "carpas". Allí, buscando sexo, aturdimiento o, sencillamente, porque es lo que se espera de ella, se agolpa la juventud, a pesar de los cien duros que cuesta la copa. Sí, allí disfrutan de su condición asumida de ganado, entre codazos, colas, ruido, sudor y botellas y vasos rotos por los borrachos sin práctica (esos que beben sin la técnica y el gusto necesario, esos que no poseen la erudición alcohólica que da el tiempo o la soledad). A mí también me arrastraron, no pude escabullirme. Me llevaron hasta una de esas carpas, una que tenía nombre de cuadra o porqueriza, y en realidad así era, porque exhalaba un insoportable hedor de podredumbre marina y excreción comunal. Íbamos a ese sitio porque "allí estaba todo el mundo", me dijeron con una sinceridad rayana en la estupidez. Un portero controlaba la entrada del gentío con un desapego de forense o de empaquetador de verduras. Como todos los porteros de estos sitios, tenía la mirada chulesca y canina, como de agente guaperas entrenado para matar, y se comportaba con la autoridad carcelaria del que se enorgullece de conceder dádivas o perdonar vidas con sus decisiones, disfrutando con las risitas y las confianzas de las tías a las que deja pasar y con el odio de los tíos a los que deja en la calle, sin más razón que su voluntad, con la arbitrariedad inapelable y nazi que gastan estos tipejos. En su mundo, en el mundo de los bares y las copas, son toda una autoridad, aunque produzcan algo de risa a los demás.

Dentro ya de esa carpa u horno crematorio, con los ojos enrojecidos y una ansiedad glandulosa en la respiración, la gente adquiría un aspecto de febril enajenación o paroxismo, como de cataléptico que despierta o aparición novata; daban, al mirar y al moverse, una sensación de personalidad maltrecha y desdoblada, de hipnotizados. Me sorprendí entonces repudiando mi juventud supuesta, vencido por un rechazo estomacal hacia esa imagen esperpéntica de lo que la gente de mi edad suele considerar diversión. Ni siquiera la excitación de buscar miradas posibles en las muchachas (esa especie de mercadería sexual que se da en estos locales, esa promiscuidad equívoca aumentada además por la cercanía de la playa, que invitaba a retozar con un ardor nativo y lúbrico), ni siquiera eso, me hizo permanecer allí. Me marché algo mareado por la música atolondrada y facilona y la peste indescriptible a vómito, arena y algas. Durante el regreso, caminé entre las ruinas del paseo marítimo, por donde un tifón de niñatos y niñatas había dejado un reguero vergonzoso de plásticos, botellas y cochambre, muestra de su indecencia o su canallería, no sé si juvenil o simplemente imbécil, aunque, desde luego, decididamente vulgar.

Si tuviera conciencia de pertenencia a algo global llamado "juventud", cosa que, afortunadamente, no tengo, supongo que me avergonzaría. Pero mi juventud sólo es una cosa de carnet de identidad o de fecha de caducidad inventada, algo que se me supone o se me intenta imponer, pero de lo que ni siquiera yo estoy muy seguro. Poco, muy poco tengo yo que ver con esa juventud ajena de anuncio de Pepsi, de botellonas y de meneo tribal. De todas formas, cuando la gente hace tonterías o, al revés, cosas grandes, lo que menos importa, desde luego, es la edad. Quiero, sinceramente, agradecer a los responsables la creación de esos reductos para la juventud de definición, allá lejos, en esas carpas. El resto de la ciudad queda libre (¡qué inmensa paz!) para los más tranquilos, o los más viejos, o los más aburridos...

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4/07/98

Una noche en la ópera.

Se represente la ópera que se represente, el melómano sufre un vértigo lujurioso, un regustillo inquietante y delicioso al sentarse en la butaca. Es más que la música que uno vaya a escuchar o la comedia o el drama en el que se envolverá en las próximas horas; es la atmósfera de inminencia, como de preliminares sexuales o de ritual mágico, que te subyuga: el "la" nítido que brota del oboe, la contestación en oleadas del resto de la orquesta en el foso, afinando su sonido o nuestra predisposición, las luces que se van apagando y el murmullo ronroneante de la expectación... El corazón se acelera y, cuando sube el telón, hay un segundo breve, entrecortado, en el que se siente una ingravidez estomacal, como en esos cacharritos de la feria.

El domingo pasado fui a la ópera, presto a disfrutar de la congoja teatral de La Traviata, a que se me pusiera el pertinente nudo en la garganta ante la visión extenuada y pálida de esa pobre Violetta que se muere de tisis irremediablemente, y que es puta pero arrepentida, y que hay que ver que cómo quiere a su Alfredo, y cómo su Alfredo la quiere a ella, a pesar de haberla humillado de una manera infame (ganas me dieron de soltarle un zapatazo desde la platea al pobre tenor cuando, al final del tercer acto, le tira a la cara unos billetes ante toda esa reunión tan encopetada). Da una pena... Una puta sacrificada y redimida por un amor sublime que se muere sin que nadie, ni el libretista, pueda hacer nada. Qué mal rato se pasa en el cuarto acto, un mal rato gustoso, pero un mal rato después de todo. Al final, y a pesar de que Verdi no es precisamente lo que más me gusta en el mundo, la fabulosa actuación de la soprano me hizo terminar aplaudiendo con el corazón todavía encogido y unos lagrimones satisfechos e intelectualmente orondos pugnando por rodar felices por la cara. Hay que joderse: igual que en "Pretty woman", ¡qué vergüenza!

Pero la ópera, aparte el espectáculo en sí, tiene otras distracciones. El cotilleo, por una especie de reminiscencia barroca, aflora en los entreactos, y es que, desde luego, hay sustento para ello. La fauna que asiste a la ópera (que es como un ecosistema) tiene sus peculiaridades. Mis primas Cari e Ine (Ine es un diminutivo de un diminutivo, de Angelines) han acuñado, con un acierto matemático, un término para algunos de estos personajes: "gente de diseño". Así están en este catálogo, por ejemplo, las "amigas de diseño", como las que teníamos delante. Suelen tener pinta de solteronas o de lesbianas, como las funcionarias que desayunan solas, pelo teñido, visten de una manera torpemente juvenil y supuestamente moderna, atufan con el perfume y evocan una presencia chocante de entorno de peluquería de Llongueras o de vacaciones esquiando. Están también los "pijos de diseño", con camisas azules de cuellos blancos, corbatas amarillas o celestes, y una presencia estirada y falsa, como de azafato de la tele o modelo guaperas con lifting cerebral.

Se me hace imposible encontrar una razón para no ver por allí a más gente normal. Fumando un cigarrillo en el vestíbulo y contemplando al personal, uno, que es de campo, casi tiene la sensación de haberse colado en un congreso provincial del PP o algo así. Me pregunto yo: primero, ¿a esa gente le gusta la ópera de verdad, o es que en Jerez no tienen, como en Sanlúcar, Club Náutico para reunirse? Segundo, ¿dónde está la gente normal a la que le gusta la ópera? Entonces me exaspera (o me asquea) esa especie de monopolio de clase que parece atenazar a este espectáculo grandioso, ese aire dieciochesco de aristocracia palurda que se sigue manteniendo en su ambiente, incluso cuando, en realidad, una entrada para la ópera en el Villamarta cuesta más o menos lo mismo que un concierto (o lo que sea) de las Carlotas.

Como contraste o protesta, en uno de los entreactos, unos lolailos expresaban su desagrado a la puerta del teatro, desgañitándose con un flamenco quinqui y camaroniano. Fue una muestra espontánea de rebeldía sincera y revolucionaria. Pero en ese momento, es cierto, incluso yo sentí cierta conciencia de clase diferenciada, algo que me pareció luego terriblemente vituperable. Pero casi estoy por darles la razón. Seguramente, aquello que aparecía en el vestíbulo y en la entrada del Villamarta era más teatral y más dramático que el infortunio de la desventurada Violetta Valéry, que pronto moriría, tras estertores y toses espeluznantes, entre los brazos de su arrepentido Alfredo.

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