LA TRAMPA DE ULISES

Luis M. Fuentes

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18/10/99

Moción de otoño

El otoño queda bien para las despedidas. En las despedidas siempre parece que llueve, en algún sitio, lejos, o por dentro, y en este otoño que no llueve, sólo quedan las despedidas para salpicar las piedras. Arropado por una balada de otoño como la de Serrat, Agustín Cuevas, alcalde finiquitado de Sanlúcar, ve llover en gris en una viñeta final donde se le aleja el poder como una mujer cargada de pasado, desdeñosa y fría. Arrebujado en su abrigo y con los pies mojados, su estampa ofrece, por primera vez, cierta ternura doliente, como la que tienen los derrotados y los cornudos. Sólo desentona, en el fundido en negro, su corbata amarilla y su acné juvenil.

Las despedidas y las traiciones son el único romanticismo de la política, que es fea y burocrática el resto del tiempo. Agustín Cuevas, como todos los alcaldes desterrados por las mociones de censura, se va con la tristeza digna de los traicionados, aunque ha sido ésta una traición devuelta, con cierta belleza circular, narrativa y justiciera. Hace casi doce años, el PSOE llegó al poder uniéndose a Alianza Popular y al CDS en una moción de censura contra el alcalde de Izquierda Unida, José Luis Medina Lapieza. Ahora, son el PP y el PA los que se dan la mano en las fotos, felices en el compadreo, y Agustín Cuevas el que tiene que hacer las maletas, el que mirará por última vez el despacho, su cuero y sus papeles, y se despedirá de las secretarias y de los bedeles que le hacían tan bien la pelota.

Si todo sigue como hasta ahora, si no hay peleas ni plantones en el altar, el próximo día 19 el pleno santificará a Juan Rodríguez Romero, del PP, como alcalde de Sanlúcar. Lo santificará porque él tiene algo de monaguillo, de chavalito apocado de colegio de curas que se acurruca en los faldones de los frailes y lleva flores a María. Como lugarteniente y guardaespaldas, llevará a Antonio Prats, legionario sin cabra que comanda ese escuadrón desparejo del PA, lleno de sobrinas e ignaros acogidos a un andalucismo equívoco, maleable y de barriada. Forman los dos una pareja de hecho destartalada y circense, tienen algo de El Gordo y El Flaco, pero en camionero uno y en pusilánime otro. Pero casi cualquier cosa, en fin, es preferible a la nulidad soberbia y el tufo a chanchullo sostenidos con empecinamiento e indolencia por el actual alcalde.

Ahora, Agustín Cuevas mira una lluvia inventada desde detrás de sus gafas de empollón que nunca lo fue, y, como último gesto, todavía se queja levemente y sin convicción -como se queja uno contra el destino- de esta moción de otoño que viene a traerle el relente de la soledad. Él, alcalde connatural, se queda sin alcaldía, o sea, sin vida ni esencia. Se lo dice el viento frío y una noche que empieza a caerse de los tejados con el repiqueteo del agua. Si no le hacen irse, como quieren algunos descontentos en su partido, terminará en la Diputación. Si no, alguna empresa amiga o filial del ayuntamiento lo pondrá de relaciones públicas o de asesor de cualquier cosa. Agustín Cuevas se sube las solapas, tira la colilla y camina por el cemento que se ha vuelto líquido, metiendo los pies en los charcos. Eso, abandonarse a la derrota, siempre consuela algo.

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