LA BAHIA DEL MAMONEO (BAHIA DE CADIZ)

LA TRAMPA DE ULISES


Cádiz Occidental, Cádiz Oriental.

Se cumplen diez años de la caída del Muro de Berlín, aquel vórtice que señaló el fin de los bloques, del himno de la URSS, tan bonito y olímpico, y de aquellas atletas de la RDA, nervudas como sirenas hormonadas o camioneros depilados. Al siglo se le van cayendo las fronteras como los puntos de la apendicitis, con la picazón curante de la Historia, a pesar de que los fabricantes de ladrillos del nacionalismo (el soberanismo dicen ahora) se empeñen en seguir dándole a la hormigonera de las diferencias raciales, genéticas, historicistas y pamplinosas, amenizando el tajo a base de canciones con letras de Sabino Arana y música del Fary con percusión de metralletas.

A Cádiz también se le cae un muro o una cicatriz, el costurón o la cremallera de la vía férrea, esa bragueta del pantalón de tergal de una ciudad que calzaba siempre para el mismo lado, que ya tenía el huequito hecho y acostumbrado en la pernera. Cádiz dividida en dos: el Cádiz Occidental del Paseo Marítimo, turístico y atlántico, con la banca y las aseguradoras; el Cádiz Oriental de Puntales o Loreto, desnudo y batallero, con las panaderías. Hemisferios de la vida, historia triste de dos ciudades anudadas con pasos a nivel y pasarelas desde las que se veía, casi, el fútbol a medias de los pobres.

A la vía la sotierran, la hermosean de cavidad subterránea y veloz, como hacen en el Madrid de Álvarez del Manzano, ese topillo cegatón. A Cádiz le quitan la raya en medio que le afeaba tanto y a su vocación de isla le dan el respiro de la tierra virgen y edificable. Pero es más que eso, y más que los laureles políticos que se apuntan Teo, Arias-Salgado (ministro de las broncas de Iberia y de los chanchullos redivivos del AVE), e incluso la Junta, que se enfada por que no les invitan al jolgorio, como el hada mala de la Bella Durmiente. Es bastante más, es que se reencuentran las dos ciudades que vivían de espaldas intimidadas por las alambradas, separadas por un foso con cristales de botellas, diseccionadas por esa pavorosa madriguera descuajada en la que, de vez en cuando, haciendo temblar los pisos, se movía un bicho, un dragón al que miraban con susto y admiración los chiquillos.

Por eso, en el protocolo de la primera piedra, con vecinos, periodistas y chicos de los Madrises, había algo de Berlín del 89, ese hervor de hermanamiento y de gente subida a las tapias para celebrar la destrucción de los símbolos. Era la embriaguez de estar haciendo historia, de enterrar historia en este caso, de demoler con la tierra y las excavadoras lo que tiene Cádiz de ventrículo o de costillar.

Ahora que a Europa le alisan las fronteras (a pesar de que algunos prefieran la belleza soez de la arruga y los nacionalismos), ahora que recordamos cómo el Muro de Berlín caía a empujones del pueblo, con el golpe de los puños, con el escarbar de las uñas blandas de los niños, Cádiz tira su muro apaisado a patadas y la gente sale a hacer fotos, a guardarse cascotes y a buscar a su hermano pobre o rico del otro lado. Es una imagen hermosa de posguerra y conciliación. Qué duro era tener a Cádiz partido en dos, qué duro tener el corazón cosido con puentes coronarios y regletas. Pero quedan otros muros, el hormigón de las diferencias, que es más difícil de derribar. Ese muro sin traviesas que hace la verdadera Guerra Fría.

 

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