LA BAHIA DEL MAMONEO (BAHIA DE CADIZ)

LA TRAMPA DE ULISES


Lo que queda de Aznalcóllar

A Aznalcóllar, como a Chernobyl, se le ha quedado un nombre de catástrofe, un nombre retumbante y solemne de muerto de familia que mira desde alguna foto (en las fotos, todos los muertos tienen cara de haber estado siempre muertos, sobre todo si tienen bigote). Las porquerías de radiaciones, toxicidades y horrores se quedan también en los nombres, que ya subsisten para siempre parduscos, incapaces de quitarse de encima esa desolación de derrumbe y cadáveres de los paisajes postnucleares. De aquello de Aznalcóllar quedan un nombre maldito, unos metales pesados diluidos en las aguas y en las almas, unas aves de picos cojos y torcidos como exvotos crueles de la naturaleza y unos tubos de Entremuros, tubos venosos manchados de la suciedad del terror, que quería volver a utilizar la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir para sus cosas. Los tubos iban a llevar agua a Conil, que decían que estaban la mar de escamondados, limpios de guarrerías tóxicas que en realidad nunca pasaron por ellos, pero a uno esos tubos no dejan de darle esa aprensión de brazo de muerto transplantado que se mira con asco y miedo por la noche por si se mueve solo. Esos tubos no se tenían que poner nada más por el respeto que se le debe al utillaje de la muerte, el mismo que se les debe a los ataúdes, a las pirámides y a las mortajas.

A Aznalcóllar se le menean los fantasmas y es eso lo que asusta, que los fantasmas espantan sin hacer nada, es su condición y su misterio que les da el roce con la muerte o con el pasado (los miedos del hombre siempre vienen de la muerte o del pasado). Sin embargo, es bueno que los fantasmas se aireen y se soleen de vez en cuando, que salgan de picnic para que el personal se vaya acostumbrando a ellos. Que Aznalcóllar y sus lodos venenosos vuelvan ahora a los titulares sirve para que recordemos, para que no se nos vaya de la memoria esa gran vergüenza de incompetencia y criminalidad: la de Boliden, empresa de suecos que se hacen el sueco; la de la Junta y el Ministerio con la Tocino, ese arcángel de las lacas, que se arrojaban unos a otros, con desapego y profesionalidad, en plan sepulturero de Hamlet, los peces encenagados, muertos con boqueadas pavorosas de incredulidad e inocencia.

Pero la mejor razón para no olvidar la catástrofe de Aznalcóllar es el hambre de escarmiento que nos queda requemando la sangre. La culpa también se ha filtrado y limpiado a paletadas urgentes. Aunque siga habiendo coquinas hijas de los metales pesados, aunque salgan aves deformes y abortos sin padre en las marismas, no hubo ni hay dimisiones ni castigos, sólo un encogerse de hombros y un gimotear al cielo por el infortunio, tan injusto. Encima, a Boliden le dan ahora una subvención, demostrando que aquí quien contamina no sólo no paga, sino que cobra, por el montaje y las dietas y los derechos de imagen de tanto circo y tanta publicidad.

No, no hay que olvidar, y hay que exagerar el escalofrío ante esos suvenires de los fangos de Aznalcóllar que van todavía por ahí como el equipaje perdido de algún difunto despistado. Si tenemos el Día de Todos los Santos, con sus ceremonias y sus flores y sus bayetas para las lápidas, no es tanto para recordar al muerto como para que no olvidemos que el próximo puede ser uno mismo. Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis...

 

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