LA BAHIA DEL MAMONEO (BAHIA DE CADIZ)

LA TRAMPA DE ULISES


Martínez Ares

Con la comparsa se nos sube al escenario lo que tiene Cádiz de galaico y valleinclanesco, los carretones, las cacerolas y las alpargatas del pueblo como colectivo doliente, el agonismo costumbrista que dice Umbral que define al esperpento. Las comparsas nos ponen a cantar con voz de barrio al payaso triste de la ópera de Leoncavallo y a la rebeldía del pueblo retratado de miserable y de perdedor, cosa muy del noventa y ocho. Son todos los aperos de la estética del fracaso, como aquel pianista de la canción de Billy Joel, y por eso gustan tanto, que el perdedor siempre queda cercano, literario y sinóptico.

La comparsa tiene algo de trompetista con cabra, que da penita y provoca una piedad de derrota y limosna. La comparsa quiere ser siempre el quejido que delega un borracho, un parado, una madre sin hijo o con hijo muerto, alguien con el pecho amoratado de puñales que no matan, como una Virgen sufriente y llorosa. Es que las comparsas son pueblo, aunque no sean "el pueblo" (nada ni nadie es "el pueblo"), y el pueblo (o lo que tiene de pueblo la comparsa) se habla y se canta a sí mismo con su mijilla o su mucho de demagogia, con su mijilla o su mucho de ira o de venganza, con su mijilla o su mucho de afectación. Seguramente no puede ser de otra forma. Quizá a la comparsa le pase lo que decía Pessoa de las cartas de amor, que para ser auténticas tienen que ser ridículas.

Martínez Ares es el enfant terrible de la comparsa y el Luis Miguel del Carnaval, con gente que se queda mosqueada en los palcos por las letras y niñas y madres que se le desmayan en los pasodobles. Eso, ir de mártir-artista-bandolero, es que pone mucho a las mujeres y mosquea mucho a los hombres, de ahí que algunos le hagan cruces y le echen mal de ojo por Cádiz. Son, seguramente, celos de macho y picazón de la verdad, una verdad que suele decir o rozar en sus coplas sentidas y afiladas, trágicas y suspirantes.

Pero Martínez Ares, rebelde y pirata, ha terminado creyéndose artista iluminado y hombre-pueblo, entelequia muy mimetizada con la piedra de Santa María y el trasudor de los paisanos, y huelga ya en los ecos retumbantes de su nombre y sus glorias de casapuerta como un semidiós en camiseta. Es lo que le pasa, que su talento (discreto talento, que la comparsa no es ni mucho menos el culmen del arte) se le enluta con una vena de engreimiento y personalismo que se le escapa a veces entre convulsiones de octavilla como una moquita. Fue un resbalón ese autopasodoble falsamente crítico, que sólo le hacía requiebros a su guapura de subversivo con laceraciones. Le quedó la cosa en narcisismo de salón, en farallón feo del orgullo, en voluptuosidad onanista, en mojigangas ante el espejo como una mueca de antropoide. No parece sino que se tenga por pueblo y héroe y víctima y Carnaval él solo, seguramente por las espuertas de casetes que vende en El Melli y en las gasolineras.

El cajonazo de La Milagrosa lo sufre mucha gente como un escupitajo en la frente de su héroe, de su santo quijote. Pero mientras algunos hablan de confabulaciones y vendettas, otros (nada parciales) me dicen que no es para tanto, que la presentación era endeble, las letras flojillas ("se quería guardar las mejores para la final", me asegura una amiga muy devota de Martínez Ares) y el estribillo tontón. A lo mejor el no estar en la final este año le va a servir para que vuelva a la condición mortal de señor con barbas, de proletario del Carnaval, de tejedor humilde de letras punzantes. Hasta el ombligo del mundo -o de Cádiz- con la dejadez cría pelusas.

 

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