EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes

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10/04/99

Menuhin y los muertos.

Echo de menos cierta literatura y releo a Joyce, a sus dublineses de principios de siglo, esos que retrataría ("con humor y melancolía", escribe Juan Cruz) John Huston en su última película, "Los muertos". "Dublineses" es un retablo nebuloso de un Dublín que ya no existe y que acaso no existió nunca, un Dublín íntimo, crepuscular, espeso, más inventado, como dice Vargas Llosa, que real. Pero a veces, es cierto, las ficciones se asientan en la mente con más fuerza que la realidad, que siempre es, por lo táctil e inmediata, un tanto desencantadora, casi grosera. Por esta diablura intelectual, el Dublín de Joyce se hace más seductor que su referente originario.

Ahora, cuando vuelo a leer estos quince relatos, tan llenos de mundo, de vida y de personajes con vida, me da por pensar que el cuento es un género que, de alguna manera, se está alienando o pervirtiendo, culpa seguro de tanto concurso y tanto jurado de pueblo. El cuento está convirtiéndose en algo seudotelevisivo y de una artificialidad metalúrgica; muchos no son más que posibles episodios de esas series de última hora de la noche que se llaman "Historias más allá del límite" o cosas así. Cansinamente surrealistas y con la forzosa o forzada sorpresa final, no hacen literatura con las historias, sino que fabrican golpes de efecto visuales, cinematográficos. Lo que menos importa es el cuidado en la adjetivación, la imagen bien puesta, la buena descripción sensacionista, el estilo: lo que es literatura, demonios. Ahora se juega a crear un Bestiario de Cortázar sin ser Cortázar. Así salen relatos llenitos de epítetos facilones y de metáforas de molde, pero que, joder, ¡hay que ver qué cosas más sorprendentes cuentan! Es una literatura a medio camino entre el crucigrama y "Expediente X".

Pero no iba por aquí mi artículo. La muerte de ese muchacho que llora Gretta al final de "Los muertos", último relato de "Dublineses", me ha dejado un estado de ánimo propicio para un escribir como de obituario. Casualidad es, también, que estuviera escuchando al desaparecido Yehudi Menuhin tocar el concierto de Brahms, con un sonido monofónico en blanco y negro, adusto y post mórtem como la batuta de Furwängler que dirige a la orquesta.

Decir que Menuhin quizás haya sido el mejor violinista del siglo es algo que sale fácil ahora, reciente su muerte. La muerte de alguien siempre nos agiganta y dulcifica su personalidad y sus méritos, parece como si así quisiéramos resarcir a los fallecidos de la afrenta de seguir nosotros vivos. En el caso de Menuhin, sin embargo, puede que sea cierto, más allá de ese mito que suele construir pretéritamente (quizá también inútilmente) la muerte. Así se lo dijo ya el maestro Alfred Hertz después de que en 1923, en su presentación al público siendo un mocoso, dejara a todos pasmados con su interpretación de la "Sinfonía Española" de Lalo.

Menuhin, codo a codo con directores como Bruno Walter o Wilhelm Furwängler (directores o monumentos, porque tienen los dos cierta rotundidad románica), hizo resplandecer de una manera nueva y grandiosa a Beethoven o a Brahms. A Menuhin, además, habrá que agradecerle siempre el haber desenterrado del olvido los conciertos de Schumann y Mendelssohn. Este buen hombre, en fin, calvote, blancuzco y genial, con su stradivarius (que perteneció al legendario Joachim) y su guarneri, nos regaló unas ejecuciones sentidas, mayestáticas, dulcísimas y perfectas técnicamente. Pero lo que más ennoblece la figura de Menuhin es su profundo compromiso social y humano. Menuhin, puede que por esa sensibilidad de mestizaje o desarraigo que le dio el ser hijo de padres judíos y rusos y haber nacido en Nueva York, fue una persona universal y universalizante, de un humanismo panteísta, por encima de nacionalidades y razas. Esto lo reflejó durante toda su vida en un esfuerzo tenaz por llevar hasta las zonas más conflictivas y sufrientes del mundo su amor por la cultura y la música como redención de nuestros males o manera de hacernos mejores.

Ahora que hay una guerra y muertos cada día que no son los de Joyce, me acuerdo de Menuhin, que pasó de etnias y fronteras, y me gustaría que alguien más (Milosevic, por ejemplo) opinara igual que él. Pienso si acaso Sir Yehudi Menuhin, sin más que deslizarse por aquella maravillosa coda del primer movimiento del concierto de Brahms, sería capaz de terminar con tanta sinrazón. Pero creo que todavía está lejos el día en que la música pueda parar una guerra. Ese día, definitivamente, habremos vencido al horror.

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