Luis Miguel Fuentes

Día de Todos los Santos
El sol de los muertos

 

El sol de la mañana le pone a los muertos una diadema de pureza, una breve juventud en su muerte, un domingo de vivo para sus huesos. El día de fiesta tiene contra los nichos y las tumbas la luz azul de las radiografías, y hacen el cielo y la gente un clima de amnistía o resurrección. Es el primero de noviembre y hay que hablar con los muertos, colocarles unas flores como si se les acariciara la melena que se les recuerda, abrillantarles la lápida como remediando pequeñamente esa incomodidad y esa mala postura eterna que es la muerte. Va la gente con una escoba, con un cubo, con un ramo oloroso y vivísimo para que haga la ilusión de vida y del difunto que se asoma agradecido para olerlas, recordando el mundo que ya no siente, el ramo embelleciendo los cuerpos de paja que están debajo. La muerte sólo se vive en tercera persona, pues son los otros los que imaginan al muerto fastidiado, molesto y triste de morirse. La muerte sólo se vive en tercera persona y por eso ir a hablar con el muerto es hablar con uno mismo que hace el papel de difunto. Esto no consuela al muerto pero funciona como exorcismo, evita tener pesadillas con el abuelo cuando se murió en una cama alta y negra como una carroza, evita sentirse culpable por estar vivo mientras están el familiar, el padre o el hijo, respirando sólo un aire cerrado de cal y negrura.

Entran las familias en el cementerio de Nuestra Señora de la Merced, en Jerez, que parece desde fuera el pabellón de un balneario, mientras pasa por el cielo un avión naranja, como un ángel azafato. Hablan de aniversarios, de la madre que va a hacer 10 años, y ésa es la manera de hacerlos un poco vivos y de tenerlos como bebecitos en los nichos. Los muertos cumpliendo años, esperando la visita como en una clínica, todo eso debe de ser la otra vida, en la que hay que atenderlos para que no pasen la vergüenza de una tumba sucia o con verdina, que es entonces cuando se muere definitivamente. Todo esto, la ilusión de que el muerto está ahí como en una butaca, toda la esperanza de la muerte como otra estancia, debe ser lo que mueve a tanta gente con crisantemos, claveles, jarroncitos como si llevaran la petaquita al difunto, con un ramo inmenso o una rosa sola haciendo de lágrima.

Los cementerios de noche son osarios o grutas pero de día son jardines. Corren los niños con una cocacola, se sientan las señoras con más estampado que luto a la sombra de los cipreses como en una plaza muy aristocrática, van las familias del brazo igual que a un picnic triste, esperan en cola para coger una escalera. Las tumbas tienen cruces con sudarios de piedra y la dignidad de morir horizontal, solo y escultórico como un templario. Los nichos son los adosados de la muerte donde se pasa la eternidad ciudadana y vecinalmente, con las flores dándoles una calidad vertical de patio. Luego, la lápida, el nombre, la fecha, la cara de un cristo que le han puesto, las flores de un color diferente, eso es lo que le ha quedado al muerto de su personalidad. Al hortera se le ha quedado una tumba como una columnata salomónica; al pobre, el nicho como una portezuela; y así pasear por el cementerio es adivinar clases, señoríos, dineros, aficiones, igual que adivinar el dolor último que los llevó allí. Las mujeres muertas parecen tener todas nombres de infantita, los hombres, de notario, y a un aficionado a las peleas de gallos le han puesto en el sepulcro una foto de un pollo mejor que cualquier crucificado.

En ese laberinto luminoso y espaciado van las gentes buscando a su muerto como su palco. Está el triste, el dominguero, el paseante, la escaparatista minuciosa de las tumbas, los viudos todavía enamorados, los padres a los que se les quedó para siempre el gesto de abrazo y caricia al hijo. Son los muertos jóvenes los que dan una familia más silenciosa, entregada y sorprendida. Otros muertos más acostumbrados traen a una cuñada que cambia las flores como si les hiciera la cama. Y allí se ven, subidos al nicho con una escalera, dando una mano de pintura, colocando el ramo como el cortinaje definitivo. Algunas mujeres se han traído unas sillas de plástico y están sentadas, rezando o vigilando frente a la tumba, como si al muerto le tocara pronto una medicina.

Todos se sienten mejor así, dicen. Consolados, acompañados de ángeles, con ese alivio que es verse atareado, hacendoso y útil todavía para sus difuntos. Hay señoras que te dicen que en casa se sienten mal y hasta un poco traidoras. Más allá de la muerte, adivinan que debe estar ese desprecio final de verse muerto y abandonado, y por eso están allí, con su recuerdo y su postura como la única ternura posible, recibiendo el sol del día de fiesta y pasándolo a través de la lápida con una brochita, como el último tacto de vida que pueden dar.

 

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