Luis Miguel Fuentes

Marcha a Rota
¿Pacifistas de verdad?

 

Sonaban sirenas en la manifestación, evocando lejanos y siniestros bombardeos, aunque en el cielo sólo había globos y banderas. La Marcha a Rota quiere ser siempre el recuerdo de una invasión muy asentada y la protesta contra el yanqui, el imperialismo, el capital y todos los malos con esmoquin del mundo. Pero ayer era más. Ese símbolo varado que es la base, que otras veces da para un picnic, tenía la referencia terrible de una guerra sucediendo. La Base de Rota no es en estos días sólo un castillo feo y un cobertizo para bombas dormidas, sino que se mueve hacia otros continentes y late macabramente en su oficio, mandando hierro y carne que luego se carboniza en Irak.

Bajaron de autobuses y trenes, como familias de trapecistas: las chicas con ombligo en estrella y el labio punzado, los chicos con bongos, una juventud con zapatones y camisetas amazónicas, profesores de los que le dan al canuto, sindicalistas como leñadores, viejecitos del comunismo campero, señoras con silbato, anacoretas con la barba enredada en los pies, poetas y guitarristas. Y todos animados por la catástrofe y la urgencia estaban allí no para un baile o para pasear las banderas que les dejó la nostalgia, sino, así lo decían, para parar la guerra. Los habituales de la cosa, la izquierda más andariega, los conocidos de verse siempre en el mismo autobús que sale del pueblo ya muy renegrido de manifestaciones y saludable olor a porro, reconocían que esta vez habían traído a mucha otra gente, gente fuera del círculo de su cineclub o sus tertulias, gente “independiente” y sin afiliación. La gente que se sumaba a la protesta empujada por el incendio de la guerra, y así se emparejaban las amas de casa con unos chavales levemente guerrilleros, o los más serios funcionarios con melenudos, todo en un ambiente como jamaicano.

Era la manifestación una masa compleja con banderas republicanas haciendo de sudario, otras cubanas con la estampa del Che Guevara, otras andaluzas como arrancadas de olivares, la roja del comunismo más primigenio, más el personal que se metía con Bush y con Aznar pintados en monigotes y repartía guasas crueles y verdades o medias verdades en pareados. No de otra manera se puede reunir esta izquierda corpuscular, contradictoria, con tantos rangos como colores, que va del niñateo al filósofo y del progresista al gamberro. Pero todos en el grito de no a la guerra daban un alfombrado comprometido y bello en la distancia. Prefiere quedarse uno con la mirada azul de unas niñas con una margarita en la oreja, tatuadas en blanco con mensajes de paz; con ese misil de cartón que trajo alguien, del que brotaban flores como una hermosa ingenuidad; con la imagen de un hombre flaco y enfermo, recostado en la cuneta, que cargaba con una botella de oxígeno y un cartel como si las dos cosas se unieran para seguir manteniéndolo vivo; con todo el jaleo de música y bailes de unos chicos como hombres orquesta, cargados de pancartas pintadas con los dedos, de símbolos, cachivaches y campanillas; con un esqueleto con sombrero de copa donde se podrían reflejar tantos... Prefiere uno quedarse con esta mayoría que ejercía su poder de perseverancia, de frágil contundencia, de ejército con armas de corcho. Porque también estaban los otros.

Se temieron incidentes durante todo el trayecto. Protegía la policía los escaparates de los bancos, un Burger King por el que tenía que pasar la manifestación como por un delicado sembrado, un colegio privado --el Centro Inglés-- que había borrado su nombre con plástico para evitar las posibles furias. Pero no pasó nada. Al final, ante las vallas tras las que una policía baloncestística esperaba seria y cuadrada, armada de goma y rottweilers, ecologistas y pacifistas se colocaron para impedir el paso a los indeseables. Se les vieron, eso sí, las caras y las intenciones, unas caras negras, embrutecidas, medio cubiertas con unos pañuelos palestinos o una camiseta agujereada. Quince o veinte serían. Demasiados, quizá. O suficientes para que algunos quieran igualarlos a todos en la violencia. “Vámonos, que ya se están tapando la cara”, le decía una chica a su madre cuando los vieron situarse. Pero no paso nada. Tan sólo un huevo que no llegó a su destino, una bandera americana que ardió con dificultad y algunas consignas antisistema. Ni siquiera se robó un jamón. La gente se fue yendo bailando samba, quitándose las camisetas, quedando para la playa. A ver si va a resultar que hay pacifistas de verdad...

 

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