Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

28 de julio de 2003

La fauna del Espárrago

Hermandad de sobacos, juventud apache, libre, cochambrosa, feliz. El Espárrago Rock es más que música, o le hace la música sólo de esterilla para que se junte una peña que se habla con los pies y se quiere universalmente con los culos. Los jóvenes tienen en vivir la música juntos la misma conmemoración que en empujarse en pandilla o en dormir todos arrebujados, y es la conmemoración de un espacio para un lenguaje sin palabras de todo el cuerpo suelto, rozadizo, el olimpismo que es su propia edad. Eso es el Espárrago, donde la música pone una atmósfera fundente y un sitio al que mirar mientras se vive ese latido de uno mismo y de los colegas que están tirados al lado, con una pizza fría o una cerveza derramada.

El circuito de Jerez, en el Espárrago, es una comuna que ha explotado, vigilada de lejos por unos guardias civiles que están como a la puerta de un infierno jipi. En la zona de acampada, las tiendas han formado como todo un valle ocupado por unos boyscouts cíngaros. Las tiendas están amontonadas o solapadas, porque el ambiente también es que en el descanso se enreden las piernas peludas de uno con las del de enfrente. No es el Espárrago un sitio por el que se pasa, sino en el que hay que vivir los días sin ducha, el pelo con arena, el agua en lata y la misma braga para toda la semana, ese marco que les pone a todos una cara como de feriante de los autos de choque.

En el recinto propiamente dicho están los escenarios altos y eléctricos para que refuljan las melenas de los roqueros por la noche. Allí está papá Rosendo, que ha reunido un purísimo ambiente de hijos carabancheleros, allí está Kiko Veneno con su flamenquito pop surrealista y como para gitanitos líricamente desquiciados, allí están otros grupos beligerantes, alternativos, katastrófikos, que parece que acaben de llegar del taller donde han estado desguazando un coche robado. Luego, las barras para el prive, la comida de cartón, una cosa que te hace saltar con elásticos diez metros, más toda una cuadrícula de puestecillos como jamaicanos donde se venden pulseras o camisetas, donde te ponen el pelo rasta en un minuto, donde te hacen un tatuaje de un dragón con un porro. La gente, el público distribuido en todas las tribus imaginables, puede estar apelotonada ante los escenarios, poniendo cuernos con la mano que en inglés dicen que significa I love you; o más atrás, sentados o tirados en el cemento, el incómodo cemento de este año, haciendo lánguidas hogueras de canutos, comiendo en cuclillas, durmiendo sobre el noviete; o cambiándose el look en los puestecillos, con una peluquera que quizá viene de la sabana africana o de un gabinete de astrología.

Están las niñas con trencitas y el culo bajo, están las gorditas desinhibidas y las delgaditas con el ombligo en la luna, están algunas pijitas que no pegan, están las que van a lo Lara Croft, las que se les olvida que se les sale una teta o casi, ellas con las espaldas desnudas, el pantalón desmigajado, el pañuelo en la cabeza, la sexualidad estallante y la risa floja. Están los de melenas de rizos vallecanas, los últimos del punk como mohicanos orgullosos, un carrozón con cierta vergüenza, como si fuera allí a coger culos, están los rastafaris de Cuenca, los indies con el pantalón caído que parecen el Shaggy de Scooby Doo, está lo que queda del grunge como un budismo de lacios, y hay perillas, barbitas, moteros, porteros de discoteca, freakies del rol, niñatos del botellón y poetas del metro con gran variedad de enganches y piercings. No es el Espárrago Rock música, sino fauna con paisaje y guitarreo. Gente libre, folgona, contenta y sexy como el rocanrol.

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