Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 10 de octubre de 2003

V CONGRESO DE LA FUNDACIÓN CABALLERO BONALD (I)
No era el Dalai Lama

Los escritores se odian como folclóricas pero sus congresos son salones de té. Aunque reunir escritores es siempre oponer vanidades, las guerras es suelen quedar en el hall, con los libros de los autores en un puesto enfrentando sus portadas como pecheras. La Fundación Caballero Bonald ha vuelto a traer a escritores, profesores, estudiosos y metapensadores al ambiente líquido y como de ascensor de todos los congresos. Literatura y sociedad es el tema de este año, que es el viejo tema del compromiso, la lucha, los libros que deben o no abrir el mundo en dos o dejarnos en el aire una pregunta fundamental como una llama. Pero el compromiso en el arte es una contradicción, porque la apreciación estética debe prescindir de lo implicativo. La literatura contaminada de política sigue siendo muy humana pero ya no es literatura pura, con lo que no se puede analizar desde ahí. Sería la literatura fuera de ella misma. El término sociología de la literatura, que tanta rabia le da a José-Carlos Mainer, la dimensión aliteraria de la literatura, su contexto, sería pues lo que el congreso viene a tratar.

En el Hotel Guadalete, que parece diseñado para acoger charlas de multipropiedad, la segunda jornada del congreso esperaba a su primera estrella, Fernando Savater, para hablar de literatura y política. Savater es ya como un Dalai Lama nacional, cara de búho bueno, sonrisa con gafas de peluquero, una lucidez cósmica, iridiscente, un tibetanismo vascongado que le dan su coherencia intelectual y su aura anaranjada de perseguido (los guardaespaldas le quedaban extravagantes y dolorosos, como si se los hubieran puesto a una monjita). Savater gusta a las señoras porque de vez en cuando pone ojos de rijosillo despistado y gusta a algunos chavales que han leído Ética para Amador en el instituto y han descubierto que el mundo puede ser pensado y vivido sin que sea una contradicción. Gusta a otros muchos, a este cronista por ejemplo, porque es clarividente en su pensamiento y valiente hasta casi el martirio en su vida. Los que lo detestan no pueden soportar, sin duda, que sus frases degüellen tanto mito de campanario que hay por ciertos lugares.

Savater llenó el salón de señoras con mechas, pijitas deliciosas, canosos que fueron rebeldes y todavía se les nota en una coleta, jovencitos primeros de la clase, profesores de la logse, barbudos varios, mujeres que se enamoran de los novelistas y quizá algún freakie que creyó que la charla era una cosa de rol. La gente, de pie, llegaba hasta la puerta y le otorgaba devociones con sonrisas y asentimientos. “Nadie puede desentenderse de la política, hasta el que no le interesa la política está haciendo política”, dijo. Savater sorprendió porque no habló del ahora, no habló de terrorismo, no habló del foro de Ermua, no habló de la pluma contra la espada en estos días de terremotos y pudrimiento de la política. Fue de Juvenal a Churchill, pasó por Shakespeare, el Quijote y Tolstoi. Explicó que está la literatura que pretende ser política sin dejar de ser literatura, la literatura que aun sin querer deja ver la dimensión política, los buenos escritores de ideas abominables o prescindibles, las obras que están ahítas de política pero sin que se sepa nunca de que pie cojea el autor (Shakespeare, por ejemplo, que según Savater es el “más sublime y desconcertante escritor político”), y por último, los políticos que intentan seducir con literatura. Una clasificación completa y bien cuadriculada pero que atravesó demasiados siglos sin hacer referencias al presente, que era lo que la gente pedía con los ojos. “Hablamos –distinguió con perspicacia—de literatura y política, no hablamos de escritores y política”. Alguno pensaba en ese momento, seguro, en la cantidad de escritores pancarteros, siempre movilizados, que funden la literatura con su mochila de las manifas. Savater describió su compromiso político con una sencillez rotundísima: “Compromiso por las libertades, por la democracia, por que a uno le dejen en paz”. Savater cautivó y el público le preguntaba, admirado, si existía algo que no hubiera leído. Luego le hicieron firmar libros hasta que logró escabullirse para ir a inaugurar un instituto con su nombre. Le seguían los guardaespaldas, vigilando a los melenudos y pasando un dedo por todos los coches. No era el Dalai Lama, pero puede que sea lo más parecido que tenemos aquí. “La política es más interesante que los partidos políticos”, dejo firmado en el aire.

Pero la mañana dio para más. En la mesa redonda posterior a la conferencia de Savater, Abel Posse, seductor y brillantísimo como un regatista pasado por muchas embajadas, nos contó el fin del mundo que trae el economicismo y el divorcio entre los poetas y los políticos, que una vez caminaron juntos (el poeta como creador de pensamiento, el político como ejecutor). Alberto González Troyano recuperó la nostalgia de una época en la que leer era ya una sedición y una trinchera, la literatura que era mejor o peor pero venía como la noche con un añadido de pecado, peligro y onanismo. José-Carlos Mainer acertó de pleno en lo que es un problema fundamental en la relación entre literatura y sociedad, al explicar que la literatura no “significa” (ningún arte puede significar nada), sino que “señala”. No hubo metaliteratura en Jerez, sino que se habló de la literatura cuando se sale de ella misma como un tentáculo, a rozar la vida. Quizá faltó más ‘ahora’ y menos ‘entonces’. Pero hubo brillantez, erudición y perspectiva. Alguna gente se preguntaba, maliciosa o divertida, de qué hablaría el viernes Alfonso Guerra.

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