Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 22 de octubre de 2003

JUICIO POR EL 'CASO HOLGADO' (I)
La leyenda no importa

Se convocaron a todos los fantasmas, escaleras arriba, por los pasillos catedralicios de la Justicia angelizados de guardias, policías, escolares, periodistas, abogadas sexis de negro y vademécums. Iba a ser un juicio con lutos y relicarios, pero hubo demasiadas ausencias. No apareció uno de los acusados, Francisco Escalante; un testigo estaba desaparecido por Argentina, otro por Italia; otros cuatro habían muerto, pues esta gente muere de cuatro en cuatro como los apaches de las películas. Los fantasmas que estaban, los vivos y los muertos, no eran suficientes y el juicio quedó suspendido o devuelto al limbo del mito. Antonia Castro, siempre de negro, siempre como con el crucifijo de su hijo asesinado a cuestas, la mujer que ha envejecido hasta parecer la madre de ella misma, pedía justicia como las locas, clamaba contra la policía que había dejado escapar a uno, pedía la ayuda del pueblo de Cádiz, caótica, vehemente y tierna. Francisco Holgado, que ha adquirido una manera triste y serena de sufrir por dentro, como el que se ha acostumbrado a respirar cuchillas, andaba por los pasillos, sombra con paraguas y silencios, ciprés vivo dedicado a la memoria de su Juan, el inocente que cosieron a puñaladas por setenta mil pesetas. Más debe de quemar la espera que la propia injusticia.

 

Francisco Holgado ya no quiere que le llamen ‘Padre Coraje’. Se ha sentido estafado por los libros sobre él y por la serie no sabríamos decir si velazqueña o zurbaranesca que hizo Benito Zambrano exagerando o errando como quizá exige la acción dramática y el trasluz del arte. Con los personajes de ficción entremetidos en la realidad, en la Audiencia Provincial de Cádiz la gente, los curiosos, unas niñas de un módulo de FP que estaban de visita, esperaban de verdad ver al Maquea, que no existe, y el Asencio les defraudaba como si fuera un sustituto o un meritorio. Asencio, el real, es un quinqui endeblucho y algo alelado que tiene un como gatillo por dentro que se le vio el lunes, cuando se acercó a Antonia Castro y se enfrentó a los hermanos del asesinado. “Como me toques la cara te mato”, llegó a decir. Domingo Gómez, Dominguín, parece un navajero con gafas de ciclista. En la cazadora que llevaba ponía Rottweiler como si de la palabra cogiera fuerza o inspiración para su vida. El otro acusado presente, Manuel Jesús Sañudo, transmite una ferocidad lobuna, quizá por la altura, o los ojos claros o el cuello de la chaqueta levantado. Pero lo peor en los tres era la mirada. Una mirada de nada, de vaciedad total, como de lobotomizados por la calle o por las papelas. Es espeluznante captar esa animalidad como una luz parada, extinta, ahí en el fondo, y saber que detrás sólo hay un muelle que salta.

 

De Francisco Holgado han hecho un héroe desconsolado o un vecino atómico, y todo eso es una leyenda que a él no le importa. Sólo quiere justicia y que le llegue a su familia la paz como el sueño. Mientras la guardia civil arrinconaba a la gente para que entraran los acusados, muy celosos de su intimidad y de las fotos, Francisco se quejaba con un hilo de voz, como si sólo le pudieran salir las palabras sangrando y doliendo, de la mala suerte que había tenido su hijo yendo a tropezar con toda la mierda que da la droga. Un familiar o un colega de los acusados se ganó un paraguazo de Antonia Castro cuando insistió en su inocencia. Un policía le concedió entonces a la familia un gesto de comprensión. En el nuevo juicio, que llegará no se sabe cuándo, se escucharán por fin las cintas que hicieron el mito. Pero es verdad, la leyenda no importa. Importa la justicia, que de nuevo tendrá que esperar. Después de salir todo el mundo, el Asencio cruzó la calle con clara intención de enfrentarse de nuevo a la familia Holgado. Daba un tipo chulesco, penoso, infrahumano. Alguien se lo llevó antes. Todavía no sabemos si es culpable. Pero ya va siendo hora de saberlo.

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