Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 25 de octubre de 2003

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "ANDALUCÍA EN CRISIS"
La Andalucía saqueada

El libro es explosivo, quema como las cicatrices, y a su autor empiezan ya a ponerle cruces y círculos desde las alturas. El retrato de una Andalucía colonizada y expoliada sistemáticamente por políticos “trileros” y camarillas de poder, adormecida por la burocracia partidista, la Andalucía llena de arrecogíos, conseguidores, apañadores varios y vendedores de humo ha llenado el volumen grueso y vertiginoso de un libro que le ha costado a su autor y editor, Juan Luis Pérez García, cinco años de trabajo, angustia y pasión. Andalucía en crisis: Una nación sin rumbo y a la deriva, tiene la vehemencia del grito y de las resurrecciones, y hasta a Manuel Pimentel, que va de renovador o de dinamitero de la política andaluza, se le veía cauto o asustado presentándolo el jueves en el Aula Magna de la Facultad de Historia de la Universidad de Sevilla, donde por la tarde las sombras de los pasillos parecen agua derramada y llaman más al rezo que a la revolución. Pimentel, que sigue muy perfumado de política y elegancia, como si su ministerio hubiera sido una sacristía que le dejó para siempre olor a obleas en las manos, dijo del libro que era “heterodoxo y ambicioso”, que “tenía la virtud de hacer pensar” y que contenía partes “que enamoraban y otras que dolían”. Este cronista diría más bien que es un libro que explota en las manos y que, entre un trabajo de documentación minucioso y a veces abrumador, se atreve a hablar con todas las letras de mafias político-burocráticas, de la “plutocracia ultramontana”, de “entramados finaciero-partidistas” y varios bofetones de este calado, todo lo que ha llevado, según dice Juan Luis Pérez en su libro, a que “en Andalucía estemos gobernados por incompetentes y, en muchos casos, por corruptos convictos”.

Juan Luis Pérez, ingeniero, empresario y algo así como exiliado económico en Québec durante 25 años, es un andaluz vehemente, pasional, aturrullado, y tiene un poco ese infantilismo tierno y lúcido de los científicos despistados. Habló de su libro como de un hijo y se lió encantadoramente él mismo, quizá porque, como confesó, piensa ya en francés, o quizá porque no le cabía en la boca a la vez todo lo que tenía que decir. Pero se le entendió todo: los andaluces no manejan su acción política, no controlan sus recursos ni su economía que está ligada a los intereses foráneos de partidos estatales y grupos financieros ajenos, hay un electorado cautivo, Andalucía está fuera de todos los foros de decisión y sufre la purulencia de políticos sin escrúpulos, de una burocracia de tamaños imperiales (“el 10% de los trabajadores andaluces está al servicio de la Junta”, recuerda en su libro), de camarillas de compadres, de mediocres y de enchufados. Para Juan Luis Pérez, Andalucía está siendo saqueada y eso es lo que la mantiene en el pozo de Europa, ante la inacción de los andaluces y la sonrisa comodona y complaciente de los políticos que la gobiernan lucrándose. Sobrevolaron las maderas del Aula Magna de la Facultad de Historia el saqueo de la Expo, las privatizaciones regaladas de los socialistas, Solchaga al que llamó “el mago de la deuda”, el cáncer de las listas cerradas, la corrupción financiera y judicial, la manipulación política y sus “amañadores” (a este respecto, extraemos un par de párrafos esclarecedores de su libro: “Desde hace dos décadas se tiene en Andalucía un concepto casi filosófico que puede resumirse de la manera siguiente: lo que es bueno para el PSOE, es bueno para Andalucía. ¡Qué gran falacia! La manipulación de la política les permite a numerosos personajes tomar decisiones y legislar leyes que les sean favorables para sus intereses partidistas y particulares, en detrimento de la sociedad”). Con estas y otras observaciones, Juan Luis Pérez llenaba el acto de bombazos.

La solución para esta Andalucía, que parece una princesa dormida a la que no cesaran de violar, sólo puede ser, para el autor, renegar de los partidos estatales. Por ello abogó por un nacionalismo económico, sin folclorismos ni etnicismos, y “que no tiene nada que ver con el de Ibarretxe o Maragall”. Este nacionalismo económico debería impulsar “una revolución tranquila”, como ocurrió en su muy conocida Québec, que pasó de una situación similar a la andaluza a ser una región puntera en Canadá. Utopía, esperanza o ingenuidad, quién sabe, pero las últimas palabras del autor quedaron como una sonrisa sobre las pizarras que hablaban de deconstructivismo, en una Facultad de Historia llamada por unos minutos a la insurrección o, al menos, a la valiente insolencia de los intrépidos.

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