Crónicas y otros atrevimientos
Luis Miguel Fuentes

 16 de mayo de 2004

FERIA DE JEREZ
Jacas y  morenas

JEREZ.- Las ferias, con juerga y dolor de pies, están hechas para el roneo y el agotamiento. El andaluz quizá es ese ser que se cansa gozosamente, de bailar, de ir apuesto, de figurar, de comer y beber, de estar porque hay que estar y de exhibirse porque se puede. La maqueta de lo andaluz, la ópera del pueblo, la estampida de todas sus caricaturas, la escalinata de las clases, la perolada de un tipismo pensado como para japoneses. La feria alegre y rancia, borracha y guapa, atlética y primaria, pasarela de manolas, abogados y caballistas, sueños de torerito, la Andalucía estampada erigida por unos días en castillo.

La Feria de Jerez es un corazón melancólico y con sombrero que le crece una vez al año. Jerez, esa tierra aparte girada siempre hacia sus tótems, a su pasado que es una gloria vinificada, un caudillaje de viejos garrochistas, un corcel que baila con un toro y una luna, Jerez y su santería de la tradición, la tradición que siempre es la nostalgia imposible de lo eterno. En Jerez dicen que ya no hay señoritos pero en la Feria lo que prima es ir de señorito y parecer familia de un rejoneador. Pasan los caballos, morunos, cartujanos, arracimados, luminosos o funerarios, ciegos de florones en la cara, ocupando anchamente todo el centro del paseo; llevan una amazona con rodete, un jinete gordo como un picador, unos chiquillos como amiguitos de Marisol, altaneros como pequeños lores; llevan un guapo infantilizado de chaquetilla y sombrero de alancha, con ese pellizco que se meten en la cintura, con esa pose de tiesura y paseíllo; llevan una rubia de mechas en la grupa, llevan detrás un carruaje como un largo piano vaciado en el que flotan una heredera levemente británica, unos suegros, unos palmeros, unos mayordomos con chistera, una niñas monas y unos hombres como venidos del cortijo o de la tauromaquia. Hasta la policía local va a caballo, como por un Nueva York con faralaes. Es un largo carrusel de campanillas o vanidades, un pisoteo continuo y circular bajo el sol atocinado de la media tarde, y un gusto de freírse en alto, a la vista de todos, como en el rebozo de la altivez. Y el olor, hay un olor profundo a establo, pero a establo engalanado, a establo con tapices, a establo orinado de riqueza y raigambre.

Los caballos y los carruajes hacen la parte alta de la Feria, como palcos que se mueven, porque la diferencia entre ellos y el caminante no está en la rapidez sino en la altura, que es lo que mide todas las distancias entre hombres. A ras de suelo, las casetas son templetes o son abadías, son fortines o son tarteras con guardas jurados entre enharinados y aburridos. Casetas de bancos, de partidos políticos, de bodegas, de cofradías, donde la gente come con los dedos escocidos de pelar cosas y bailan poco y laciamente a esa hora de los primeros cansancios, cuando se asientan el vino y los platos de arroz con carne. Cada caseta tiene su ambiente y su fauna, las hay de sindicalistas y las hay de vinateros, las hay que parecen un Montecarlo agitanado y las hay que parecen un Rocío de currantes. Las niñas van de flamencas con gafas de sol, que es un poco como ponerle al folclore un casco de moto, o van de pijas en uniforme, o van de ombligo al aire y pantorrillas rubias. Los chicos van de gitanillos, o con camisas de rayas azules o rojas, o con traje de botones dorados, bien pertrechados de gomina, las patillas en punta o con forma de hacha. En las casetas de más postín, las señoras tienen la chaqueta sobre los hombros, o llevan una pamela, y se llaman “Coqui” o así. Los hombres van mucho de traje claro, corbata asalmonada o restallante, pañuelo y clavel, en una estética de casino o de acompañante de Lauren Postigo que a veces roza lo mariquitoso o lo ridículo. Hablan de los caballos, de razas, linajes, de los enganches como una mecánica muy fina. Y sí, hay señoritos de verdad, se los ve asomarse a una barandilla de la caseta, con traje campero, con esa mirada de valorar hectáreas o yeguas; señoritos que han dejado a los caballos como ángeles o como pumas, sus caballos con nombre de miura, frente a la caseta, al cuidado de un ecuatoriano; señoritos de algún apellido que se estarán imaginando pero no vamos a decir por aquello de la vergüenza ajena. Siguen siendo ellos también Jerez, son la parte de almanaque que le queda todavía a la ciudad, la vieja raíz dura y negra de su historia.

Señoritos junto a las gitanitas de las flores, niñas vestidas de Tío Pepe, sevillanas y bigotes de gambas, la belleza cruda de los animales y la belleza satinada de las mujeres, vino y pueblo, pijos y currantes, historia y clases. La Feria de Jerez, parque temático para guiris y estilización de todas las distancias de la vida. Un año más Jerez se mira en sus espejos múltiples y se ve certezas y fantasmas. La gente se divierte, presume y se cansa según su escala y según su distrito, pero todos se complacen en la unicidad y en ese tavorismo que mezcla jacas y morenas, quites y castañuelas. La tradición quiere ponerle un alma a los pueblos pero lo que le sale es siempre una parodia y una catetada.

N.A: Este texto original pudo sufrir variaciones durante el proceso de edición.

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